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La horrorizó tanto ver la misma expresión en su rostro -en todo caso, se había
                acentuado- que su voz se cortó en medio de un sollozo. Había tristeza bajo su
                expresión, pero hasta aquello atemorizaba: parecía una tristeza adulta. Y el
                imaginar a Eddie como adulto le hacía aletear un pajarito de pánico dentro de la
                mente. Así se sentía en las raras ocasiones en que se preguntaba qué sería de
                ella si Eddie no quería ir a la Escuela de Comercio de Derry o a la Universidad de
                Maine, de modo que pudiese volver a casa todos los días después de clases.
                ¿Qué pasarla si se enamoraba de una chica y quería casarse? "¿Qué lugar tengo
                yo en todo eso? -gritaba la aterrorizada voz de pájaro, cuando se le ocurrían esos
                pensamientos extraños, casi de pesadilla-. ¿Cuál sería mi lugar en una vida así?
                ¡Te amo, Eddie, te amo! Te amo y te cuido. Tú no sabes cocinar, cambiar las
                sábanas ni lavar la ropa. ¿Para qué, si yo hago todo eso por ti? ¡Lo hago porque
                te amo!"
                   Y él le dijo:
                   --Te quiero, mamá. Pero también quiero a mis amigos. Y creo... creo que estás
                llorando a propósito.
                   --Cómo me haces sufrir, Eddie -susurró ella.
                   Y las lágrimas anegaron su rostro. Si sus lágrimas de un momento antes habían
                sido calculadas, ésas no lo eran. A su modo, peculiarmente, ella era dura; había
                acompañado a su marido a la tumba sin derrumbarse; había conseguido empleo a
                pesar de la Depresión, había criado a su hijo y, cuando fue preciso, también luchó
                por él. Y ésas eran las primeras lágrimas totalmente involuntarias, no calculadas,
                que vertía en muchos años, tal vez desde que Eddie había enfermado de
                bronquitis, a los cinco, haciéndole temer lo peor. Ahora lloraba por esa expresión
                terriblemente adulta, alienada, de su rostro. Tenía miedo por él, pero también, de
                algún modo, tenía miedo de él. La asustaba esa aura que parecía rodearlo, que
                parecía exigirle algo.
                   --No me obligues a elegir entre tú y mis amigos, mamá -dijo Eddie. Su voz era
                tensa pero dominada-. No sería justo.
                   --¡Es que son malos amigos, Eddie! -exclamó ella, casi frenética-. ¡Lo sé y lo
                siento con todo mi corazón! ¡No te darán más que dolores y pesares!
                   Lo más horrible era que, en verdad, eso era lo que sentía; una parte de ella lo
                intuía en los ojos del chico Denbrough que la había mirado con las manos en los
                bolsillos, centelleante el pelo rojo bajo el sol de verano. Sus ojos eran tan serios,
                extraños y distantes... como los de Eddie en ese momento.
                   ¿Y no había visto en torno de él la misma aura que ahora lucía Eddie? ¿La
                misma, pero más fuerte? Pensó que sí.
                   --Mamá...
                   Se levantó tan deprisa que estuvo a punto de tumbar la silla.
                   --Volveré al anochecer -dijo-. Es el "shock", el accidente y el dolor lo que te hace
                hablar así. Lo sé. Estás... estás... -A tientas, encontró el texto original en la
                confusión de su mente-: Has tenido un mal accidente pero te vas a poner bien. Y
                entonces te darás cuenta de que tengo razón, Eddie. Son malos amigos. No son
                como nosotros. No te convienen. Piénsalo bien y pregúntate si alguna vez tu
                madre te ha dado un mal consejo. Piénsalo y...
                   "¡Estoy huyendo! -pensó, con dolorido espanto-. ¡Estoy huyendo de mi propio
                hijo! Oh, Dios, por favor, no lo permitas..."
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