Page 79 - Extraña simiente
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piensan que eso les dará otra oportunidad.
Sonrió y sus dientes desoladores sobresalieron de entre los labios
deshidratados. Era una buena idea la de que los moribundos esperaran todavía
otra oportunidad de vivir, que quizás debieran intentar otra vez aquello que
probaron la primera vez y fracasaron: la perfección.
Quizás en su último suspiro el moribundo desee que se le acerque alguien
que le susurre al oído: «Lo has hecho lo mejor que has podido. Lo has hecho
muy bien. Quédate tranquilo». Quizás esas palabras tranquilizadoras valgan
más que todo el consuelo que pueda recibir un hombre durante toda una vida.
Se dio cuenta de que quizás podía haber vivido peor que encubriendo lo
que pasó aquí. Podía haber sido un comerciante como su padre y, como su
padre, haberse preocupado solamente de que hubiera dinero sonando en los
bolsillos. Por eso sí que no valía la pena morir, por un dinero que de todas
formas le quitan a uno de los bolsillos antes de enterrarlo; dinero que
probablemente habría hecho más llevadera la vida pasada, pero que no
modificaba para nada la hora ineludible de la muerte. Se puede cubrir a un
moribundo con su dinero, metérselo en la boca y se asfixiaría. Se atragantaría.
Un moribundo pobre, por lo menos, tiene aire para respirar.
Lumas blasfemó, alzó las manos de repente, se tapó la cara con ellas y
pensó: Un poco más, unos instantes más y el chico se habrá unido a los otros
dos, «Joseph» y «Margaret». ¡Qué misericordioso hubiera sido! En cambio,
ahora todo iría angustiosamente despacio. Ahora sólo se trataba de esperar,
vigilar y esperar. Aunque no hubiera esperanza.
¡Maldito niño! ¿Por qué no había aparecido antes, cuando todavía se le
podía prestar ayuda y orientación? Podía haber seguido robando todo lo que
hubiera querido de los cepos (Lumas sabía ahora que era el niño el ladrón,
como había sospechado), siempre y cuando se quedara en su sitio, se olvidara
del parecido que tenía con los Griffins y siguiera siendo lo que era en
realidad. Sobre todo, no debía corromperse.
Los ojos de Lumas se llenaron de lágrimas. Se incorporó lenta, aunque ya
no dolorosamente, en la cama —el dolor le había abandonado ya desde hacía
algunos días—, se quedó mirando la tira de cuero que cerraba la puerta y se
levantó. Ladeó la cabeza primero a la derecha y luego a la izquierda. Se
preguntó extrañado si ese sonido que oía era el de la lluvia filtrándose a través
de los árboles y cayendo sobre el tejado. Consiguió avanzar unos cuantos
pasos hacia la puerta. Se detuvo. No, se dijo para sí mismo, la lluvia nunca
había sonado así. Sonrió. Se dio cuenta de que ya había ocurrido. Había
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