Page 78 - Extraña simiente
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—Y cuando tengas ganas de comer… —dudó—. Aquí tienes un tenedor

               —le  dijo,  mostrándoselo—.  Ya  te  he  enseñado  a  usarlo  —lo  hundió  en  la
               carne—. Así —se lo llevó a los labios y se puso a masticar con movimientos
               muy exagerados—. ¿Entiendes?
                    Silencio.

                    —Es muy importante que entiendas —Rachel se quedó dudando y dejó el
               tenedor en la bandeja—. Puedes hablar cuando te apetezca. Paul y yo estamos
               esperando…
                    De  pronto  se  dio  cuenta  de  que  sus  ojos  habían  estado  recorriendo  el

               cuerpo musculoso del niño, que su mirada se había detenido admirada en sus
               piernas, su torso, incluso sus pies y que ahora estudiaba, casi con serenidad, el
               pene que descansaba pesadamente sobre sus muslos apretados.
                    Rachel apartó la mirada.

                    Un momento después se dio cuenta de que no era la primera vez que tenía
               que apartar la mirada, estremeciéndose interiormente por la preocupación.
                    —¡Dios mío! —murmuró—. ¿Quieres hacer el favor de aprender a llevar
               ropa puesta?

                    Rachel abrió el cajón de la cómoda con furia y sacó el par de pantalones
               rotos;  los  había  confeccionado  torpemente  con  un  par  que  Paul  dijo
               insistentemente que no necesitaba.
                    —Cuando  los  arregle  —dijo  entrecortadamente  y  con  dureza—  los

               llevarás.
                    Arrojó  los  pantalones  dentro  del  cajón,  lo  cerró  de  un  golpe  y  salió
               corriendo de la habitación. Después, la cerró con llave.



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                    Era  demasiado  tarde,  pensó  Lumas.  Para  que  Paul  y  Rachel
               comprendieran,  para  que  estuvieran  prevenidos.  ¡Dios!  ¡Tenía  que

               prevenirlos! Tendrían que venir a él. Pero eso era algo que ninguno de los dos
               haría nunca. O, por lo menos, no lo harían a tiempo. No vendrían antes de la
               caída de la noche. Después, podrían hacerle todas las preguntas que quisieran,
               no habría respuestas.
                    ¿Respuestas?  Nunca  las  había  tenido  realmente,  reconoció  Lumas  de

               repente.  Él  sólo  sabía  qué  había  ocurrido  aquí,  no  el  porqué  ni  el  cómo.
               Solamente el qué. Y eso era bien poco. Demasiado poco para morir por ello.
                    Soy un moribundo, pensó. Y los moribundos tienen miedo. Se dicen a sí

               mismos que la vida que acaban de terminar no valía una mierda. A lo mejor



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