Page 74 - Extraña simiente
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Rachel pensó por un momento en contradecirle. Pero no porque pensara

               que  debía  hacerlo,  porque  fuera  su  deber  o  simplemente  porque  fuera  lo
               correcto,  sino  porque  la  verdad  ya  había  penetrado  y  había  estado  jugando
               mentalmente con ella.
                    Lo había estado haciendo durante toda la última semana de silencio.

                    Rachel  se  dio  cuenta  de  que  Paul  también  había  estado  jugando  con  la
               verdad;  le  había  dado  mil  vueltas,  la  había  examinado  desde  todos  sus
               ángulos, había intentado aceptarla con todas sus fuerzas.
                    ¿La  había  aceptado?,  se  preguntó  Rachel.  Y  si  realmente  lo  había

               conseguido, ¿sería la misma verdad que ella contemplaba?
                    —¿Paul? —preguntó.
                    Paul se sentó en su silla, cansado y dolorido.
                    —Tengo que comprar un nuevo regulador para ese maldito cacharro —

               dijo refiriéndose al generador que acababa de intentar arreglar forzándolo con
               un  destornillador  y  un  martillo,  soltando  tacos  y  obscenidades,  al  que
               finalmente había logrado devolver una ruidosa y precaria vida.
                    —Si  no  ponemos  un  regulador  nuevo,  éste  va  a  seguir  fundiendo  las

               bombillas.
                    —¿Se puede comprar en la ciudad? —preguntó Rachel.
                    —Supongo que sí. Claro.
                    —Bueno, entonces…

                    —Cada cosa en su momento, Rachel. Cada cosa en su momento.
                    Rachel inspiró profundamente.
                    —¿Por qué, Paul?
                    —¿Por qué? ¿Por qué, qué?

                    —¿Por qué dices cada cosa en su momento?
                    —Me parece que no te entiendo.
                    Rachel suspiró y dijo:
                    —Me parece que no entiendes lo que no quieres entender.

                    Paul  empezó  a  emitir  una  risa  evidentemente  forzada,  pero  se  paró  en
               seco. Se llevó una mano a las costillas y murmuró:
                    —¡Dios!
                    Mirando hacia el dormitorio, añadió:

                    —Me voy a tumbar un rato. Me duelen menos las costillas cuando estoy
               acostado.
                    Y se dispuso a levantarse. Rachel le dijo, crispada:
                    —Por favor, no te vayas.

                    Paul fingió no entender nada y puso cara de pasmo.




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