Page 77 - Extraña simiente
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Paul  había  puesto,  además,  un  camastro  plegable  junto  a  la  pared  sur.

               Rachel, esperando animar algo la habitación, había cubierto el colchón con
               una  sábana  de  color  rosa  brillante;  la  sábana  de  encima  y  la  funda  de  la
               almohada iban a juego. Como la combinación de las paredes amarillas y las
               sábanas rosa estridente le resultaba a Rachel «nauseabunda», había colgado

               un  viejo  grabado  en  la  pared  para  tratar  de  equilibrar  los  colores.  Era  un
               paisaje donde predominaba el verde, adornado por un marco blanco, colgado
               a metro y medio de la cama. Ni ella ni Paul habían hecho ningún comentario
               sobre el efecto que tenía.

                    Contra la pared norte, cerca de la puerta, habían colocado lo que quedaba
               de una cómoda de cuatro cajones de madera de cerezo, a la que le faltaba el
               espejo. Sólo estaba intacto el cajón de arriba; con ese bastaba.
                    El niño estaba boca abajo sobre la cama, los brazos extendidos a los lados,

               los dedos de sus manos, delgados y estirados, y el cuerpo desnudo; la camisa
               rota y los pantalones destrozados que había en el cajón probaban que así era
               como a él le gustaba estar. La sábana rosa de arriba yacía hecha una bola a los
               pies de la cama.

                    Rachel,  pensando  que  el  niño  estaría  dormido,  entró  de  puntillas  en  la
               habitación.  Había  descubierto  que  si  dormía,  el  ruido  más  mínimo  le
               despertaba. Por eso, con todos los ruidos que hacía esta casa, en estos siete
               días, habría dormido el equivalente a una noche entera de sueño. Pero estaba

               despierto. Tenía los ojos bien abiertos, enfocando un punto del techo.
                    Rachel, al ver esto, sintió lo mismo que algunas otras veces: mirara donde
               mirara, ella sentía que el niño la estaba mirando a ella. Como a la espera de
               algo. Como si sopesara sus intenciones.

                    —Te he traído un poco de comida —le dijo.
                    Rachel juzgó que su voz sonaba tensa y nerviosa, y eso siempre alteraba
               al niño. Se esforzó en sonreír.
                    —¿Tienes hambre?

                    Sí, así está mejor.
                    Le mostró la bandeja que llevaba. Traía un plato de carne con guisantes y
               medio vaso de leche.
                    —No está mal, ¿no? —continuó—. La carne está un poco sosa, quizás.

               Pero ten en cuenta que llevo muy poco tiempo cocinando.
                    ¡Qué imbécil eres!, se dijo Rachel a sí misma.
                    —Te lo dejo aquí —siguió diciendo, con una gran sonrisa.
                    Colocó la bandeja encima de la cómoda.







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