Page 65 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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Cuando  estaba  a  punto  de  romper  el  alba,  se  halló  en  Covent  Garden.

               Enormes carros cargados de lirios que parecían asentir al balancearse pasaban
               retumbando  lentamente  por  la  reluciente  calle  vacía.  Adensaba  el  aire  el
               perfume de las flores, y la belleza de éstas pareció proporcionar un calmante a
               su  dolor.  Siguió  hasta  el  mercado  y  vio  a  los  hombres  descargando  sus

               mercancías. Un carretero con guardapolvo blanco le ofreció unas cerezas. Le
               dio las gracias, se preguntó por qué no habría querido aceptar dinero alguno
               por ellas y empezó a comérselas con desgana. Habían sido recogidas a media
               noche, y el frío de la luna se había metido dentro de ellas. Una larga fila de

               chiquillos  que  llevaban  cajones  de  tulipanes  rayados  y  de  rosas  rojas  y
               amarillas desfiló frente a él, abriéndose camino entre los enormes montones
               de color verde jade de los vegetales. Bajo el pórtico, con sus pilares grises
               blanqueados por el sol, holgazaneaba una tropa de muchachas sucias con la

               cabeza descubierta que esperaban a que terminara la subasta. Pasado un rato,
               llamó a un coche y volvió a casa. Era el cielo ya ópalo puro, y los tejados de
               las casas refulgían como plata recortados contra él.
                    Cuando  pasaba  por  la  biblioteca  de  camino  hacia  la  puerta  de  su

               dormitorio,  sus  ojos  tropezaron  con  el  retrato  que  le  había  pintado  Basil
               Hallward. Retrocedió sorprendido, y entonces se acercó y lo examinó. Bajo la
               débil luz detenida que pugnaba por filtrarse a través de las persianas de seda
               color  crema,  el  rostro  le  pareció  algo  cambiado.  La  expresión  le  resultaba

               diferente.  Se  podía  decir  que  había  un  toque  de  crueldad  en  su  boca.  Era
               ciertamente curioso.
                    Se dio la vuelta y, tras dirigirse hasta la ventana, levantó las persianas. El
               resplandor  del  alba  inundó  la  habitación,  y  arrastró  las  sombras  fantásticas

               hasta  los  polvorientos  rincones  donde  se  quedaron  temblando.  Pero  la
               expresión extraña que había notado en el rostro del retrato parecía seguir allí e
               incluso haberse intensificado. La temblorosa y ardiente luz del sol le reveló
               aquellas líneas de crueldad alrededor de la boca con la misma claridad que si

               se  hubiera  mirado  en  un  espejo  después  de  haber  cometido  alguna  cosa
               horrible.
                    Se estremeció y, tomando de la mesa un espejo ovalado enmarcado por
               cupidos  de  marfil  que  había  sido  un  regalo  de  lord  Henry,  se  apresuró  a

               mirarse  en  él.  Ninguna  línea  semejante  curvaba  sus  rojos  labios.  ¿Qué  era
               aquello?
                    Se frotó los ojos, se acercó más al cuadro y lo examinó otra vez. No había
               señales de alteración alguna al mirar la pintura real y, sin embargo, no había







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