Page 70 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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comunicaciones muy corteses de prestamistas de la calle Jermyn que le
ofrecían adelantarle cualquier suma de inmediato y al más razonable interés.
Tras unos diez minutos se levantó y, poniéndose una sofisticada bata,
entró en el cuarto de baño con suelos de ónice. El agua fría lo refrescó tras el
largo sueño. Parecía haber olvidado todo lo vivido. Una vaga sensación de
haber sido parte de una extraña tragedia lo asaltó un par de veces, pero ésta
tenía la irrealidad del sueño.
Tan pronto como se hubo vestido, fue a la biblioteca y se sentó a tomar un
ligero desayuno francés que le habían servido en una mesita redonda cerca de
una ventana abierta. Hacía un día exquisito. El aire tibio parecía cargado de
especias. Una abeja revoloteaba con su zumbido alrededor del cuenco en
forma de dragón azul lleno de rosas color amarillo azufre que tenía delante.
Se sentía absolutamente feliz.
De repente, sus ojos repararon en el biombo que había colocado ante el
retrato y se sobresaltó.
—¿Hace demasiado frío para usted, monsieur? —preguntó su ayuda de
cámara al tiempo que dejaba una tortilla sobre la mesa—. ¿Cierro la ventana?
Dorian movió la cabeza.
—No tengo frío —murmuró.
¿Era todo verdad? ¿Había cambiado el retrato verdaderamente? ¿O había
sido tan sólo su imaginación lo que lo había hecho ver aquella mirada de
maldad donde antes había existido una mirada de alegría? ¿Seguro que un
lienzo pintado no podía sufrir alteraciones? Era absurdo. Sería una historia
que contarle a Basil algún día. Lo haría sonreír.
Y, sin embargo, ¡qué vívido era su recuerdo de todo! Primero durante el
tenue crepúsculo, y luego con el alba resplandeciente, había visto aquel toque
de crueldad en sus labios torcidos. Casi le daba miedo que su ayuda de
cámara saliera de la habitación. Sabía que cuando se quedara solo tendría que
examinar el retrato. Le asustaba la certeza. Cuando le llevaron el café y los
cigarrillos y el hombre se dio la vuelta para marcharse, sintió un loco deseo de
decirle que se quedara. Cuando la puerta se cerró tras él, lo llamó. El hombre
se detuvo a la espera de sus órdenes. Dorian lo miró por un momento.
—No estoy para nadie, Víctor —dijo suspirando.
El hombre hizo una reverencia y se retiró.
Él se levantó de la mesa, encendió un cigarrillo y se dejó caer sobre un
diván con lujosos cojines que había frente al biombo. Era un biombo antiguo
de cuero dorado español estampado y labrado en un estilo Luis XIV bastante
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