Page 71 - El retrato de Dorian Gray (Edición sin censura)
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florido. Lo examinó con curiosidad, preguntándose si alguna vez antes habría

               ocultado el secreto de la vida de un hombre.
                    ¿Debía  apartarlo,  después  de  todo?  ¿Por  qué  no  dejarlo  allí?  ¿De  qué
               serviría  saber?  Si  el  hecho  era  cierto,  era  terrible.  Si  no  lo  era,  ¿por  qué
               preocuparse? ¿Pero qué pasaría si Basil Hallward viniera y le pidiese ver su

               cuadro?  Estaba  seguro  de  que  lo  haría.  No;  tenía  que  comprobarlo  de
               inmediato.  Cualquier  cosa  sería  mejor  que  aquel  terrorífico  estado  de
               incertidumbre.
                    Se  levantó  y  cerró  con  pestillo  ambas  puertas.  Al  menos,  cuando

               contemplase la máscara de su vergüenza, estaría solo. Y, entonces, apartó el
               biombo y se vio a sí mismo frente a frente. Era del todo verdad. El cuadro
               había cambiado.
                    Como  recordaría  muchas  veces  más  tarde,  y  siempre  con  no  pequeño

               asombro, se encontró al principio mirando el retrato con un sentimiento casi
               de  interés  científico.  Que  tal  cambio  se  hubiera  producido  le  resultaba
               increíble. Y, sin embargo, era un hecho. ¿Existía alguna sutil afinidad entre
               los átomos químicos que adquirían la forma y el color del lienzo y el alma que

               había  en  su  interior?  ¿Podía  ser  que  lo  que  aquel  alma  pensaba  ellos  lo
               hicieran realidad, que lo que soñaba lo hiciesen verdadero? ¿O existía otra
               razón aún más terrible? Tembló y sintió miedo, y volviendo al sofá, se quedó
               allí mirando el cuadro, enfermo de horror.

                    Algo, no obstante, sí tenía la sensación de que éste había hecho por él, Lo
               había hecho consciente de lo injusto, lo cruel que había sido con Sybil Vane.
               No  era  demasiado  tarde  para  reparar  aquello.  Aún  podía  ser  su  esposa.  Su
               amor irreal y egoísta cedería a un influjo más alto, se transformaría en una

               pasión más noble, y el retrato que Basil había pintado de él sería una guía
               para  su  vida  entera,  sería  lo  mismo  que  lo  sagrado  era  para  algunos,  y  la
               conciencia para otros, y el temor de Dios para todos. Existían opiáceos para el
               remordimiento; drogas capaces de inducir el sueño al sentido moral. Pero allí

               había  un  símbolo  visible  de  la  degradación  del  pecado.  Allí  había  una
               permanente señal de la ruina que los hombres acarrean sobre sus almas.
                    Dieron las tres, y las cuatro, y las cuatro y media, pero siguió sin moverse.
               Estaba  intentando  recomponer  los  hilos  escarlata  de  la  vida  y  tejerlos  para

               formar  algún  dibujo;  encontrar  su  camino  a  través  del  laberinto  de  color
               sangre de la pasión por el que vagaba. Al fin, se pasó a la mesa y escribió una
               apasionada  carta  a  la  muchacha  que  había  amado  implorando  su  perdón  y
               acusándose de haber enloquecido. Llenó página tras página con palabras de

               desmedido  arrepentimiento  y  aún  más  desmedido  dolor.  Hay  cierta




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