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Rococó, clasicismo y romanticismo
Ahora, por el contrario, todo se espera del «salto mortal» de la razón;
de aquí la fe en las experiencias directas y en la disposición de áni
mo, de aquí el abandono al momento, de aquí aquella adoración de
lo casual de que habla Novalis. Cuanto más impenetrable sea el caos,
tanto más brillante se espera que sea la estrella que surgirá de él. De
aquí el culto de todo lo misterioso y lo nocturno, de lo raro y lo gro
tesco, lo horrible y lo fantasmal, lo diabólico y lo macabro, lo pato
lógico y lo perverso. Si se califica al romanticismo de «poesía de hos
pital», como hizo Goethe, se comete ciertamente una gran injusticia,
pero una injusticia muy expresiva, aunque no se piense precisamen
te en Novalis y en sus aforismos de que la vida es una enfermedad de
la mente y que son las enfermedades lo que distingue a los hombres
de los animales y las plantas. También la enfermedad, naturalmente,
no es otra cosa que una fuga del dominio racional de los problemas
de la vida, y el estar enfermo, sólo un pretexto para sustraerse de los
deberes de la vida diaria. Si se afirma que los románticos estaban «en
fermos», no se dice mucho; sin embargo, la afirmación de que la fi
losofía de la enfermedad representó un elemento esencial de su con
cepción del mundo declara algo más. La enfermedad suponía para
cdlos la negación de lo ordinario, normal y razonable, y contenía el
dualismo de vida y muerte, naturaleza y no naturaleza, continuación
y disolución, que dominaba toda su imagen del mundo. Ella signi
ficaba la depreciación de todo lo unívoco y permanente y correspon
día a la repulsión romántica de toda limitación y toda forma sólida y
definitiva.
Sabemos que Goethe hablaba ya de una falsedad y una inade-
<uación de las formas, y cuando volvemos sobre sus palabras com
prendemos que fue por ello por lo que los franceses le incluyeron
desde siempre entre los románticos. Pero Goethe sentía como fal
sas las formas limitadas del arte sólo cuando las comparaba con la
riqueza concreta de la vida; los románticos, por el contrario, consi
deraban todo lo unívoco y definido como algo menos valioso que la
posibilidad abierta y no consumada aún, a la que atribuían las ca
racterísticas del desarrollo infinito, del movimiento eterno, de la
dinámica y la fecundidad de la vida. Toda forma sólida, todo pen
samiento inequívoco, toda palabra pronunciada, les parecían muer
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