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Historia social de  la literatura y  el arte







                           El héroe romántico que Byron introduce en  la literatura es un



                 hombre misterioso; en su pasado hay un secreto, un terrible pecado,


                 un yerro siniestro o una omisión irreparable. Él es un proscrito, todo


                 el  mundo lo presiente, pero nadie sabe lo que está escondido detrás


                 del velo del tiempo y él mismo no levanta el velo. Camina por el se­



                 creto de su pasado como vestido de  ropas regias:  solitario,  silencio­


                 so e inaccesible.  De él  brotan perdición y destrucción.  Es desconsi­


                 derado  consigo  mismo  y  despiadado  con  los  demás.  No  conoce  el



                 perdón  y  no  pide  gracia  ni  a  Dios  ni  a  los  hombres.  No  lamenta


                 nada,  no se arrepiente de  nada, y a pesar de  su vida desesperada no


                 hubiera querido tener otra ni hacer otra cosa que lo que ha sido y lo


                 que le  ha ocurrido.  Es áspero y salvaje, pero es de alta prosapia; sus



                 rasgos son duros e impenetrables, pero nobles y bellos; emana de él


                 un  auténtico  atractivo  al  que  ninguna  mujer puede  resistir  y  ante


                 el  que todo hombre  reacciona con la amistad o  la hostilidad.  Es un



                 hombre perseguido por el destino y que se convierte en destino para


                orros hombres, prototipo no sólo de todos los héroes amorosos irre­


                sistibles y  fatales de  la literatura moderna,  sino también,  en  cierto


                 modo, de todos los demonios femeninos, desde la Carmen de Méri-



                 mée a las vampiresas de Hollywood.


                           Si  Byron  no  descubrió  el  «héroe  demoníaco»,  el  hombre po­


                seído  y  alucinado,  que  arrastra a la perdición a sí mismo  y  a  todo



                lo que está en contacto con él, por lo menos ha hecho de él el hom­


                bre «interesante»  por excelencia. Le prestó los rasgos picantes y se­


                ductores  que,  adheridos  a  él  desde  entonces,  le  convirtieron  en  el



                tipo  inmoral y  cínico que es  irresistible,  no a pesar de su cinismo,


                sino precisamente por él.  La  idea del  «ángel caído»  poseyó para el


                mundo  del  romanticismo,  desencantado  y  propugnador  de  una


                nueva fe, una fuerza atractiva irresistible.  Había un sentimiento de



                culpabilidad,  de  estar abandonado por Dios,  pero ya que se estaba


                condenado,  se  quería,  al  menos,  ser algo así como  un Lucifer.  In­


                cluso  los  poetas  seráficos  como  Lamartine  y  Vigny  se pasan  final­


                mente  a  los  satánicos  y  se  vuelven  seguidores  de  Shelley y  Byron,



                Gautier y Musset, Leopardi y Heine 215. Este satanismo tenía su ori­







                           215 Cf.  Fritz Strich, Die Romantik ais europ,  Bewegung,  pág.  54.






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