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Historia social de la literatura y el arte
tenido en el siglo XVIII; ya no son ni los protectores ni los maes
tros de sus lectores, sino que, por el contrario, son sus servidores
involuntarios, siempre rebeldes, pero no por eso menos útiles. Pro
claman de nuevo una ideología más o menos prescrita y preesta
blecida: el liberalismo de la burguesía victoriosa, derivado de la
Ilustración, pero falsificador de ésta en muchos aspectos; han de
apoyarse en los fundamentos de esta concepción del mundo si quie
ren encontrar lectores y vender sus libros. Lo peculiar, sin embar
go, es que lo hacen sin identificarse con su público. También los
escritores de la Ilustración contaban entre sus seguidores con sólo
una parte del público literario, y también ellos estaban rodeados de
un mundo hostil y peligroso. Pero, al menos, ellos estaban en el
mismo campo de sus lectores. Incluso los románticos, a pesar de su
desarraigo, se sentían ligados a uno u otro estrato de la sociedad y
podían decir qué grupo o qué clase defendían. ¿Pero a qué parte
del público se siente ligado Stendhal? A lo sumo a los happy few -la
minoría feliz-, los secesionistas, los parias, los vencidos. ¿Y Bal-
zac? ¿Se identifica con la nobleza, con la burguesía o con el prole
tariado? ¿Con la clase por la que siente una cierta simpatía indiscu
tible, pero a la que abandona sin inmutarse, o con la clase cuya
inextinguible energía admira, pero por la que siente repugnancia, o
con las masas, a las que teme como al fuego? Los escritores que no
son meramente maítres de plaisir de la burguesía no tienen un au
téntico público: ni Balzac, el triunfador, ni Stendhal, el fracasado.
Nada refleja tan agudamente la relación tensa y discordante
entre la parte productora y la parte receptora de la generación de
1830 como el nuevo tipo de héroe de novela que aparece con
Stendhal y Balzac. La desilusión y el dolor cósmico (Weltscbmerz) de
los héroes de Rousseau, Chateaubriand y Byron, su enajenamiento
del mundo y su soledad se transforman en una renuncia a la reali
zación de su ideal, en un desprecio por la sociedad, y, con frecuen
cia, en un desesperado cinismo ante las normas y convenciona
lismos en vigor. La novela desilusionada del romanticismo se
convierte en novela de desesperanza y de resignación. Todo rasgo
trágico-heroico, toda voluntad de autoafirmación y toda fe en la
perfectibilidad de la propia naturaleza ceden el lugar a una dispo
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