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Naturalismo e  impresionismo







                  cristiano el pecado, para el caballero el  deshonor y para el  burgués



                  la ilegalidad, es para el decadente todo aquello para lo que él no po­


                  see un concepto,  una palabra y una formulación.  De aquí su deses­


                  perada  lucha por  la forma  y  su  insuperable  horror por  lo  informe,


                  lo no domado y  lo natural.  De aquí su predilección por las  épocas



                  que  tuvieron a su disposición más formulaciones,  aunque  no siem­


                  pre  las  mejores,  que  tuvieron  para  todo  una  palabra,  aunque  con


                  frecuencia sólo imprecisa.



                            El  «Je suis  l’empire á la fin  de  la décadence»,  de Verlaine, se


                  convierte en característica de la época, y aunque tiene por predece­


                  sores como apologistas del período de decadencia romano a Gérard de


                  Nerval 223, Baudelaire y Gautier 224, él dice, sin embargo, la palabra



                  definitiva en  el  momento preciso y  presta a  lo  que  hasta  entonces


                  era  expresión  de  un  simple  ambiente  el  carácter  de  un  programa


                  cultural.  Hubo  períodos  de  cultura  que  no  supieron  nada  de  una



                  Edad de Oro, o no quisieron saber nada de ella, pero no hubo antes


                  del decadentismo del siglo XIX ninguna generación que hubiera pre­


                  ferido la Edad de Plata a la Edad de Oro. Esta elección significaba no


                  sólo  la conciencia de  ser  meros  descendientes,  no  sólo  la  modestia



                  propia de herederos  tardíos,  sino también una  especie  de concien­


                  cia de  culpabilidad  y  de sentimiento de  inferioridad.  Los décadents


                  eran hedonistas con  remordimientos de conciencia, pecadores  que,



                  como Barbey d'Aurevilly, Huysmans, Verlaine, W ilde y Beardsley,


                  se arrojaban en brazos de la Iglesia católica. En nada se expresa tan


                  directamente este sentimiento de culpa como en su concepción del


                  amor, que estaba totalmente dominado por la psicología de puber­



                  tad del romanticismo.  Para Baudelaire,  el amor es  la cosa prohibi­


                  da por excelencia, el pecado original, la pérdida nunca ya reparable


                  de  la  inocencia;  «Faite  l’amour  c’est  faire  le  mal»,  dice.  Pero  este



                  satanismo romántico transforma esta pecaminosidad en una fuente


                  de lujuria:  el  amor  es  no  sólo  el  mal  intrínsecamente,  sino que  su


                  placer más alto consiste precisamente en  la conciencia de  estar ha­


                  ciendo el  m al225.  La simpatía por la prostituta,  que  los decadentes






                            22i  Pecer Quennel, Baudelaire and tbe Symbol'ists,  1929, pág.  82.

                            224  Max Nordau, Entartung,  1896,  3 a ed., II, pág.  102.

                            225  B& \idzhite,Joum aux intimes,  ed,  Ad.  van Bever,  1920,  pág.  8.






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