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Rococó,  clasicismo  y  romanticismo







                   malo, tamaño sobrehumano. La distancia de) símbolo,  de  la alego­


                   ría  o de  la  fábula  los separaba del  mundo del  lector e  impedía un



                   contacto demasiado inmediato con ellos. Ahora, por el contrario, al


                   lector le parece que el  héroe de la novela está consumando simple­


                   mente  su vida incompleta -la del  lector- y  realizando las posibili­



                   dades  desaprovechadas  por éste.  ¡Quién  no  ha estado alguna vez a


                   punto de vivir una novela y de convertirse un poco en héroe nove­


                   lesco!  De  semejantes  ilusiones  deduce  el  lector  su  derecho a  colo­


                   carse a la misma altura de los héroes y a reclamar para sí su excep-



                   cionalidad,  su  extraterritorialidad  en  la vida.  Richardson  invita al


                   lector,  ni más ni  menos, a colocarse en el  lugar del  héroe de la no­


                   vela, a hacer novelesca su existencia, y le anima a evadirse del cum­



                   plimiento  de  los  deberes  de  la  nada  romántica  vida  cotidiana.  El


                   autor y  el  lector  se  convierten  de  este  modo  en  los  actores  princi­


                   pales  de  la novela;  coquetean constantemente el  uno  con  el  otro  y



                   mantienen entre sí una relación  ilegal en la que se han quebranta­


                   do las reglas del  juego.  El autor habla desde el proscenio al públi­


                   co y los lectores  le encuentran frecuentemente más interesante que


                   sus personajes.  Disfrutan  con  sus  observaciones  personales,  sus  re­



                   flexiones,  sus  «acotaciones  escénicas»,  y  no  toman  a  mal  que  un


                   Sterne, por ejemplo, preocupado por sus glosas marginales, no pase


                   al  relato propiamente dicho.



                              Tanto para el autor como para el público, la obra es sobre todo


                   expresión de una situación espiritual cuyo mérito estriba en la cua­


                   lidad  inmediata  y  personal  de  las experiencias  descritas.  El  lector


                   se conmueve sólo por  lo que  se  le  presenta como  suceso  excitante,



                   convertido en experiencia interior, envolviendo el destino de un in­


                   dividuo.  La  obra,  para  impresionar,  debe  ser  un  drama  continuo,


                   homogéneo, completo, que a su vez se compone de pequeños  «dra­



                   mas», poseedor cada uno de su propio efecto final. Una obra eficaz


                   debe  desarrollarse  en  un  continuo  crescendo,  de  ingeniosidad  en


                    ingeniosidad,  de cumbre en  cumbre.  De aquí la pesadez,  el  carác­


                    ter forzado y  a veces convulsivo de  la expresión que caracteriza las



                   creaciones del arte y la literatura modernos.  Todo se dirige en ellas


                   a un efecto inmediato, todo persigue la sorpresa y la estupefacción.


                   Se quiere  la novedad por  la novedad  misma; se  busca lo ingenioso






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