Page 147 - El fin de la infancia
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               Jean había dejado de llorar. La isla dorada yacía bajo la luz cruel e indiferente del
           sol cuando la nave apareció sobre las cimas mellizas de Esparta. En esa isla rocosa,

           no hacia mucho tiempo, su hijo había escapado a la muerte por un milagro que Jean
           entendía ahora demasiado bien. A veces se preguntaba si no hubiese sido mejor haber

           dejado a Jeffrey en manos del destino. Jean podía hacer frente a la muerte, como ya
           lo había hecho en otras ocasiones. Pero esto era más extraño que la muerte, y más
           definitivo. Los hombres habían muerto hasta hoy, y sin embargo la raza había seguido
           viviendo.

               Los  niños  permanecían  inmóviles  y  silenciosos.  Estaban  desparramados  en
           grupos  sobre  la  arena,  sin  mostrar  ningún  interés  por  sus  compañeros  ni  por  los

           hogares que estaban dejando. Muchos llevaban en brazos a bebés que aún no sabían
           caminar,  o  que  no  deseaban  poner  en  evidencia  otros  poderes.  Pues  seguramente,
           pensaba  George,  si  podían  mover  la  materia,  podrían  mover  también  sus  propios

           cuerpos. ¿Por qué, en verdad, estaban recogiéndolos las naves?
               No tenía importancia. Se iban y éste era el modo que habían elegido para irse. Y
           de pronto, George recordó una escena. En alguna parte, hacía ya mucho tiempo, había

           visto  un  viejo  noticiero  cinematográfico  en  el  que  aparecía  un  éxodo  semejante.
           Podría haberse tratado del comienzo de la primera guerra mundial, o de la segunda.
           Largas hileras de trenes, repletos de niños, se alejaban lentamente de las amenazadas

           ciudades, dejando atrás a sus padres, en muchos casos para siempre. Algunos pocos
           lloraban;  otros  estaban  desconcertados,  y  asían  con  fuerza  las  valijitas,  pero  la
           mayoría parecía mirar valientemente hacia adelante, hacia alguna gran aventura.

               Y sin embargo... la analogía era falsa. La historia no se repetía nunca. Los que
           ahora  se  alejaban  ya  no  eran  niños.  Y  esta  vez  no  había  ninguna  posibilidad  de
           regreso.

               La nave había aterrizado junto a la orilla del agua, hundiéndose profundamente en
           las  blandas  arenas.  Los  grandes  paneles  curvos  se  abrieron  simétricamente  y  las
           rampas se extendieron hacia la playa como lenguas de metal. Las desparramadas e

           indescriptiblemente  solitarias  figuras  comenzaron  a  converger,  a  unirse  en  una
           multitud que se movía como cualquier otra multitud humana.
               ¿Solitarias? George se preguntó por qué habría tenido esa idea. Pues eso era lo

           que  nunca  volverían  a  ser  únicamente  los  individuos  pueden  sentirse  solos,
           únicamente  los  seres  humanos.  Cuando  las  barreras  cayeran  al  fin,  la  soledad  se
           desvanecería del mismo modo que la personalidad. Las innumerables gotas de lluvia

           se habrían confundido con las aguas del océano.
               Sintió  que  la  mano  de  Jean  lo  apretaba  con  más  fuerza  en  un  espasmo  de
           emoción.




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