Page 148 - El fin de la infancia
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—Mira —murmuró la mujer—. Puedo ver a Jeff junto a la segunda puerta.
               La  distancia  era  grande  y  no  era  posible  estar  seguro.  George  sintió  que  una
           niebla le cubría los ojos. Pero era Jeff, sí. Podía reconocerlo ahora. El niño apoyaba

           un pie en la rampa metálica.
               Y en ese momento Jeff se volvió y miró hacia atrás., Su cara era sólo una mancha
           blanca;  era  imposible  saber  si  había  en  ella  algún  gesto  de  reconocimiento,  algún

           recuerdo de todo lo que estaba dejando. George tampoco sabría nunca si se había
           vuelto hacia ellos por pura casualidad o si había sentido, en esos últimos instantes,
           mientras era todavía el hijo de George y Jean, que estaban mirando cómo entraba en

           un país que ellos nunca podrían visitar.
               Las grandes puertas comenzaron a cerrarse. Y en ese instante Fey alzó la cabeza y
           lanzó un largo y desolado gemido. Volvió los hermosos y límpidos ojos hacia George.

           La perra había perdido a su amo. George ya no tenía rivales.
               Los que se quedaron tenían muchos caminos, pero sólo una meta. Había algunos

           que  pensaban:  el  mundo  es  hermoso,  ¿por  qué  tenemos  que  dejarlo,  o  por  qué
           tenemos que apresurar nuestra partida? Pero otros, que habían puesto sus ojos más en
           el futuro que en el presente, de tal modo que sus vidas habían perdido todo valor, no
           deseaban quedarse. Partieron solos, o en compañía de sus amigos.





               Así ocurrió con Atenas. La isla había nacido con el fuego. Con el fuego decidió

           morir.  Aquellos  que  querían  seguir  viviendo  salieron  de  la  colonia,  pero  la  mayor
           parte se quedó allí, para encontrar el fin entre fragmentos de sueños.
               Nadie podía saber cuándo llegaría la hora. Sin embargo, Jean despertó en medio

           de la tranquilidad de la noche y se quedó un momento con los ojos clavados en la
           claridad  fantasmal  del  cielo  raso.  Luego  extendió  una  mano  y  tocó  a  su  marido.
           George tenía habitualmente un sueño pesado, pero esta vez se despertó enseguida. No

           se hablaron; no había palabras para ese momento.




               Jean no se sentía asustada, ni siquiera triste. Estaba rodeada como por las aguas

           profundas y calmas de un océano, más allá de toda emoción. Pero había algo que
           hacer, y faltaba muy poco.

               Sin una palabra, George la siguió a través de la casa tranquila. Atravesaron el
           estudio iluminado por la luna, tan silenciosamente como sus sombras, y entraron en el
           cuarto vacío.

               Todo  estaba  igual.  Las  figuras  fluorescentes,  pintadas  por  George  con  tanto
           cuidado,  todavía  brillaban  en  los  muros.  Y  el  sonajero  que  había  pertenecido  a
           Jennifer Anne aún yacía en el suelo, donde lo había dejado la niña cuando se volvió

           hacia aquellas lejanías desconocidas.


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