Page 154 - El fin de la infancia
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Una  de  las  primeras  salidas  de  Jan  tuvo  como  objeto  visitar  un  museo.
           Encontrarse en un lugar cuyo propósito podía entender enteramente, le fue de gran
           ayuda.  Aparte  de  su  tamaño,  el  museo  podía  muy  bien  haberse  encontrado  en  la

           Tierra.  Tardaron  mucho  tiempo  en  llegar,  descendiendo  serenamente  en  una
           plataforma que se movía como un pistón a lo largo de un cilindro vertical de longitud
           desconocida. No había controles visibles, y los cambios de aceleración, al comienzo y

           al  fin  del  descenso,  fueron  bastante  notables.  Posiblemente  los  superseñores  no
           querían gastar sus compensadores de gravedad en usos domésticos. Jan se preguntó si
           todo el interior de este mundo estaría lleno de túneles y por qué habrían limitado el

           tamaño  de  la  ciudad  construyendo  tantos  subterráneos  en  vez  de  elevarla  hacia  el
           cielo. Nunca pudo resolver tampoco este enigma.
               Hubiese sido necesaria toda una vida para explorar esas salas enormes. Aquí se

           guardaba todo el botín traído de los otros planetas. Jan no hubiese podido imaginar
           tantas  civilizaciones.  Pero  no  había  tiempo  para  ver  muchas  cosas:  Vindarten  lo

           depositó  cuidadosamente  en  una  franja  del  piso  que  a  primera  vista  parecía  una
           guarda ornamental. Enseguida Jan recordó que aquí no había ornamentos, y al mismo
           tiempo algo invisible se apoderó de él, gentilmente, y lo arrastró hacia adelante. Jan
           comenzó a moverse ante grandes vitrinas, ante escenas de mundos inimaginables, a

           una velocidad de veinte o treinta kilómetros por hora.
               Los superseñores habían solucionado el problema de la fatiga en los museos. No

           había necesidad de caminar.
               Habrían viajado así varios kilómetros, cuando el guía de Jan lo tomó nuevamente
           entre sus brazos y con un impulso de sus grandes alas lo arrebató a esa fuerza que
           estaba arrastrándolos. Ante ellos se extendía un vasto vestíbulo semivacío, bañado

           por una luz familiar que Jan no había visto desde su salida de la Tierra. Era muy
           débil, de modo que no podía lastimar los sensibles ojos de los superseñores, pero era,

           sin duda alguna, la luz del sol terrestre. Jan nunca hubiese creído que algo tan simple
           y común hubiera podido despertar en él tanta nostalgia.
               Así que éste era el pabellón de la Tierra. Caminaron unos pocos metros, pasaron
           ante  un  hermoso  modelo  de  París,  ante  los  tesoros  artísticos  de  doce  siglos

           incongruentemente  agrupados,  ante  modernas  máquinas  calculadoras  y  hachas
           paleolíticas, ante receptores de televisión y la turbina de vapor de Hero de Alejandría.

           Una gran puerta se abrió ante ellos. Se encontraban en la oficina del conservador del
           museo de la Tierra.
               ¿Estaría viendo, este superseñor, por primera vez a un ser humano? se preguntó

           Jan. ¿Habría estado alguna vez en la Tierra, o sería ese planeta uno de los tantos que
           estaban  a  su  cargo  y  de  cuya  posición  no  estaba  quizá  seguro?  Por  lo  menos  no
           hablaba ni entendía inglés y Vindarten tuvo que servir de intérprete.

               Jan  se  pasó  allí  varias  horas  hablando  ante  un  aparato  grabador  mientras  los




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