Page 156 - El fin de la infancia
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ciclópea que vivía en los asteroides de un sol distante, con un crecimiento limitado
           por la gravedad y que dependía para su alimentación existencia del alcance y el poder
           de su ojo único.

               No  parecía  haber  nada  que,  bajo  ciertas  condiciones,  la  Naturaleza  no  pudiese
           llevar a cabo, y Jan sintió una alegría irracional al descubrir algo que los superseñores
           no se atrevían a hacer. Habían traído de la Tierra una ballena de tamaño natural, pero

           no habían querido completar esto.
               Y en una ocasión Jan subió, subió sin descanso, hasta que las paredes del ascensor
           se  hicieron  más  y  más  opalescentes  y  adquirieron  la  transparencia  del  cristal.  Se

           encontraba ahora, parecía, sostenido en el aire, entre las más elevadas cimas de la
           ciudad,  sin  que  nada  lo  protegiese  del  abismo.  Pero  no  sentía  más  vértigo  que  si
           estuviese en un aeroplano, pues no había ninguna sensación de contacto con el suelo

           distante.
               Estaba entre las nubes, compartiendo el cielo con unas pocas agujas de metal o de

           piedra. Allá abajo, perezosamente, la capa de nubes fluía como un mar rojizo. En el
           cielo se veían dos pálidas lunitas, no lejos del sol oscuro. Cerca del centro de ese
           hinchado disco rojo había una sombra pequeña, perfectamente redonda. Podía ser una
           mancha solar, u otra luna en tránsito.

               Jan recorrió lentamente con los ojos la línea del horizonte. El manto de nubes se
           extendía  casi  hasta  los  bordes  del  enorme  planeta,  pero  en  un  sitio,  a  una

           insospechada distancia, se alzaba una sombra moteada que podía ser las torres de una
           ciudad. Jan la miró durante un rato y luego continuó su examen.
               Había dado casi media vuelta cuando vio la montaña. No estaba en el horizonte,
           sino  más  allá.  Era  un  único  pico  de  borde  dentado  que  asomaba  en  la  orilla  del

           mundo, con las laderas escondidas como el cuerpo de un témpano de hielo bajo la
           línea del agua. Trató de calcular su tamaño, pero era imposible. Aun en un planeta de

           tan  escasa  gravedad,  parecía  increíble  que  pudiese  haber  una  montaña  semejante.
           ¿Jugarían los superseñores, se preguntó, en sus laderas, y se moverían como águilas
           alrededor de las inmensas estribaciones?
               Y entonces, despacio, la montaña comenzó a cambiar. Cuando la había visto por

           primera vez, era de un oscuro color rojo, casi siniestro, con unas pocas débiles marcas
           cerca de la cúspide que Jan no pudo distinguir claramente. Estaba tratando de verlas

           mejor, cuando advirtió que se movían.
               En un principio no pudo creerlo. Luego se obligó a sí mismo a recordar que todas
           sus preconcebidas ideas eran aquí totalmente inútiles; no tenía que permitir que la

           mente rechazara los mensajes enviados por los sentidos a las escondidas cámaras del
           cerebro.  No  tenía  que  tratar  de  entender;  sólo  tenía  que  observar.  La  comprensión
           llegaría más tarde, o no llegaría.

               La montaña —pensaba todavía que era una montaña, pues no había otro término




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