Page 116 - Crepusculo 1
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—No te escapes —rió entre dientes—. Hoy me toca hacer las preguntas a mí.
                     —Ah, es cierto. ¿Qué quieres saber?
                     Torcí el gesto. No lograba imaginar que hubiera nada en mi vida que le pudiera resultar
               interesante.
                     — ¿Cuál es tu color favorito? —preguntó con rostro grave.
                     Puse los ojos en blanco.
                     —Depende del día.
                     — ¿Cuál es tu color favorito hoy? —seguía muy solemne.
                     —El marrón, probablemente.
                     Solía  vestirme  en  función  de  mi  estado  de  ánimo.  Edward  resopló  y  abandonó  su
               expresión seria.
                     — ¿El marrón? —inquirió con escepticismo.
                     —Seguro. El marrón significa calor. Echo de menos el marrón. Aquí —me quejé—, una
               sustancia  verde,  blanda  y  mullida  cubre  todo  lo  que  se  suponía  que  debía  ser  marrón,  los
               troncos de los árboles, las rocas, la tierra.
                     Mi pequeño delirio pareció  fascinarle.  Lo estuvo pensando un momento sin  dejar de
               mirarme a los ojos.
                     —Tienes razón —decidió, serio de nuevo—. El marrón significa calor.
                     Rápidamente, aunque con cierta vacilación, extendió la mano y me apartó el pelo del
               hombro.
                     Para ese momento  ya estábamos en el instituto. Se volvió de espaldas a mí mientras
               aparcaba.
                     — ¿Qué CD has puesto en tu equipo de música? —tenía el rostro tan sombrío como si
               me exigiera una confesión de asesinato.
                     Me di cuenta de que no había quitado el CD que me había regalado Phil. Esbozó una
               sonrisa traviesa y un brillo peculiar iluminó sus ojos cuando le dije el nombre del grupo. Tiró
               de  un  saliente  hasta  abrir  el  compartimiento  de  debajo  del  reproductor  de  CD  del  coche,
               extrajo uno de los treinta discos que guardaba apretujados en aquel pequeño espacio y me lo
               entregó.
                     —  ¿De  Debussy  a  esto?  —enarcó  una  ceja.  Era  el  mismo  CD.  Examiné  la  familiar
               carátula con la mirada gacha.
                     El  resto  del  día  siguió  de  forma  similar.  Me  estuvo  preguntando  cada  insignificante
               detalle de mi existencia mientras me acompañaba a Lengua, cuando nos reunimos después de
               Español, toda la hora del almuerzo. Las películas que me gustaban y las que aborrecía; los
               pocos lugares que había visitado; los muchos sitios que deseaba visitar; y libros, libros sin
               descanso.
                     No recordaba la última vez que había hablado tanto. La mayoría de las veces me sentía
               cohibida, con la certeza de resultarle aburrida, pero el completo ensimismamiento de su rostro
               y el interminable diluvio de preguntas me compelían a continuar. La mayoría eran fáciles,
               sólo unas pocas provocaron queme sonrojara, pero cuando esto ocurría, se iniciaba toda una
               nueva ronda de preguntas. Me había estado lanzando las preguntas con tanta rapidez que me
               sentía como si estuviera completando uno de esos test de Psiquiatría en los que tienes que
               contestar con la primera palabra que acude a tu mente. Estoy segura de que habría seguido
               con esa lista, cualquiera que fuera, que tenía en la cabeza de no ser porque se percató de mi
               repentino rubor.
                     Cuando me preguntó cuál era mi gema predilecta, sin pensar, me precipité a contestarle
               que el topacio. Enrojecí porque, hasta hacía poco, mi favorita era el granate. Era imposible
               olvidar la razón del  cambio mientras  sus  ojos me devolvían la mirada  y, naturalmente, no
               descansaría hasta que admitiera la razón de mi sonrojo.






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