Page 117 - Crepusculo 1
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—Dímelo —ordenó al final, una vez que la persuasión había fracasado, porque yo había
               hurtado los ojos a su mirada.
                     —Es el color de tus ojos hoy —musité, rindiéndome y mirándome las manos mientras
               jugueteaba  con  un  mechón  de  mi  cabello—.  Supongo  que  te  diría  el  ónice  si  me  lo
               preguntaras dentro de dos semanas.
                     Le había dado más información  de la necesaria en mi involuntaria honestidad,  y me
               preocupaba haber provocado esa extraña ira que estallaba cada vez que cedía y revelaba con
               demasiada claridad lo obsesionada que estaba.
                     Pero su pausa fue muy corta y lanzó la siguiente pregunta:
                     — ¿Cuáles son tus flores favoritas?
                     Suspiré aliviada y proseguí con el psicoanálisis.
                     Biología volvió a ser un engorro. Edward había continuado con su cuestionario hasta
               que el señor Banner entró en el aula arrastrando otra vez el equipo audiovisual. Cuando el
               profesor se aproximó al interruptor, me percaté de que Edward alejaba levemente su silla de la
               mía. No sirvió  de nada. Saltó la misma chispa eléctrica  y el  mismo  e incesante anhelo  de
               tocarlo, como el día anterior, en cuanto la habitación se quedó a oscuras.
                     Me recliné en la mesa y apoyé el mentón sobre los brazos doblados. Los dedos ocultos
               aferraban  el  borde  de  la  mesa  mientras  luchaba  por  ignorar  el  estúpido  deseo  que  me
               desquiciaba.
                     No le miraba, temerosa de que fuera mucho más difícil mantener el autocontrol si él me
               miraba. Intenté seguir la película con todas mis fuerzas, pero al final de la hora no tenía ni
               idea de lo que acababa de ver. Suspiré aliviada cuando el señor Banner encendió las luces y
               por fin miré a Edward, que me estaba contemplando con unos ojos que no supe interpretar.
                     Se  levantó  en  silencio  y  se  detuvo,  esperándome.  Caminamos  hacia  el  gimnasio  sin
               decir palabra, como el día anterior, y también me acarició, esta vez con la palma de su gélida
               mano,  desde  la  sien  a  la  mandíbula  sin  despegar  los  labios...  antes  de  darse  la  vuelta  y
               alejarse.
                     La clase de Educación física pasó rápidamente mientras contemplaba el espectáculo del
               equipo unipersonal de bádminton de Mike, que hoy no me dirigía la palabra, ya fuera como
               reacción  a mi expresión ausente o porque aún seguía enfadado por nuestra disputa del día
               anterior. Me sentí mal por ello en algún rincón de la mente, pero no me podía ocupar de él en
               ese momento.
                     Después,  me  apresuré  a  cambiarme,  incómoda,  sabiendo  que  cuanto  más  rápido  me
               moviera, más pronto estaría con Edward. La precipitación me volvió más torpe de lo habitual,
               pero al fin salí por la puerta; sentí el mismo alivio al verle esperándome ahí  y una amplia
               sonrisa se extendió por mi rostro. Respondió con otra antes de lanzarse a nuevas preguntas.
                     Ahora eran diferentes, aunque no tan fáciles de responder. Quería saber qué echaba de
               menos de Phoenix, insistiendo en las descripciones de cualquier cosa que desconociera. Nos
               sentamos frente a la casa de Charlie durante horas mientras el cielo oscurecía y nos cayó a
               plomo un repentino aguacero.
                     Intenté describir cosas imposibles como el aroma de la creosota —amargo, ligeramente
               resinoso,  pero  aun  así  agradable—,  el  canto  fuerte  y  lastimero  de  las  cigarras  en  julio,  la
               liviana desnudez de los árboles, las propias dimensiones del cielo, cuyo azul se extendía de
               uno a otro confín en el horizonte sin otras interrupciones que las montañas bajas cubiertas de
               purpúreas rocas volcánicas.
                     Lo más arduo de explicar fue por qué me resultaba tan hermoso aquel lugar y también
               justificar una belleza que no dependía de la vegetación espinosa y dispersa, que a menudo
               parecía  muerta,  sino  que  tenía  más  que  ver  con  la  silueta  de  la  tierra,  las  cuencas  poco
               profundas de los valles entre colinas escarpadas y la forma en que conservaban la luz del sol.
               Me encontré gesticulando con las manos mientras se lo intentaba describir.




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