Page 128 - Crepusculo 1
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Fui corriendo hacia la entrada. Tuve un pequeño problema con el pestillo, pero al fin
               conseguí abrir la puerta de un tirón y allí estaba él. Se desvaneció toda la agitación y recuperé
               la calma en cuanto vi su rostro.
                     Al principio no estaba sonriente, sino sombrío, pero su expresión se alegró en cuanto se
               fijó en mí, y se rió entre dientes.
                     —Buenos días.
                     — ¿Qué ocurre?
                     Eché un vistazo hacia abajo para asegurarme de que no me había olvidado de ponerme
               nada importante, como los zapatos o los pantalones.
                     —Vamos a juego.
                     Se volvió a reír. Me di cuenta de que él llevaba un gran suéter ligero del mismo color
               que el mío, cuyo cuello a la caja dejaba al descubierto el de la camisa blanca que llevaba
               debajo, y unos vaqueros azules. Me uní a sus risas al tiempo que ocultaba una secreta punzada
               de arrepentimiento... ¿Por qué tenía él que parecer un modelo de pasarela y yo no?
                     Cerré la puerta al salir mientras él se dirigía al monovolumen. Aguardó junto a la puerta
               del copiloto con una expresión resignada y perfectamente comprensible.
                     —Hicimos  un  trato  —le  recordé  con  aire  de  suficiencia  mientras  me  encaramaba  al
               asiento del conductor y me estiraba para abrirle la puerta.
                     — ¿Adonde? —le pregunté.
                     —Ponte el cinturón... Ya estoy nervioso.
                     Le dirigí una mirada envenenada mientras le obedecía.
                     — ¿Adonde? —repetí suspirando.
                     —Toma la 101 hacia el norte —ordenó.
                     Era sorprendentemente difícil concentrarse en la carretera al mismo tiempo que sentía
               sus  ojos  clavados  en  mi  rostro.  Lo  compensé  conduciendo  con  más  cuidado  del  habitual
               mientras cruzaba las calles del pueblo, aún dormido.
                     — ¿Tienes intención de salir de Forks antes del anochecer?
                     —Un poco de respeto —le recriminé—, este trasto tiene los suficientes años para ser el
               abuelo de tu coche.
                     A pesar de su comentario recriminatorio, pronto atisbamos los límites del pueblo. Una
               maleza espesa y una ringlera de troncos verdes reemplazaron las casas y el césped.
                     —Gira  a  la  derecha  para  tomar  la  101  —me  indicó  cuando  estaba  a  punto  de
               preguntárselo. Obedecía en silencio.
                     —Ahora, avanzaremos hasta que se acabe el asfalto.
                     Detecté cierta sorna en su voz, pero tenía demasiado miedo a salirme de la carretera
               como para mirarle y asegurarme de que estaba en lo cierto.
                     — ¿Qué hay allí, donde se acaba el asfalto?
                     —Una senda.
                     — ¿Vamos de caminata? —pregunté preocupada. Gracias a Dios, me había puesto las
               zapatillas de tenis.
                     — ¿Supone algún problema?
                     Lo dijo como si esperara que fuera así.
                     —No.
                     Intenté que la mentira pareciera convincente, pero si pensaba que el monovolumen era
               lento, tenía que esperar a verme a mí...
                     —No te preocupes, sólo son unos ocho kilómetros y no iremos deprisa.
                     ¡Ocho kilómetros! No le respondí para que no notara cómo el pánico quebraba mi voz.
               Ocho kilómetros de raíces traicioneras y piedras sueltas que intentarían torcerme el tobillo o
               incapacitarme de alguna otra manera. Aquello iba a resultar humillante.






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