Page 132 - Crepusculo 1
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CONFESIONES
A la luz del sol, Edward resultaba chocante. No me hubiera acostumbrado ni aunque le
hubiera estado mirando toda la tarde. A pesar de un tenue rubor, producido a raíz de su salida
de caza durante la tarde del día anterior, su piel centelleaba literalmente como si tuviera miles
de nimios diamantes incrustados en ella. Yacía completamente inmóvil en la hierba, con la
camiseta abierta sobre su escultural pecho incandescente y los brazos desnudos centelleando
al sol. Mantenía cerrados los deslumbrantes párpados de suave azul lavanda, aunque no
dormía, por supuesto. Parecía una estatua perfecta, tallada en algún tipo de piedra ignota, lisa
como el mármol, reluciente como el cristal.
Movía los labios de vez en cuando con tal rapidez que parecían temblar, pero me dijo
que estaba cantando para sí mismo cuando le pregunté al respecto. Lo hacía en voz demasiado
baja para que le oyera.
También yo disfruté del sol, aunque el aire no era lo bastante seco para mi gusto. Me
hubiera gustado recostarme como él y dejar que el sol bañara mi cara, pero permanecí
avovillada, con el mentón descansando sobre las rodillas, poco dispuesta a apartar la vista de
él. Soplaba una brisa suave que enredaba mis cabellos y alborotaba la hierba que se mecía
alrededor de su figura inmóvil.
La pradera, que en un principio me había parecido espectacular, palidecía al lado de la
magnificencia de Edward.
Siempre con miedo, incluso ahora, a que desapareciera como un espejismo demasiado
hermoso para ser real, extendí un dedo con indecisión y acaricié el dorso de su mano
reluciente, que descansaba sobre el césped al alcance de la mía. Otra vez me maravillé de la
textura perfecta de suave satén, fría como la piedra. Cuando alcé la vista, había abierto los
ojos y me miraba. Una rápida sonrisa curvó las comisuras de sus labios sin mácula.
— ¿No te asusto? —preguntó con despreocupación, aunque identifiqué una curiosidad
real en el tono de su suave voz.
—No más que de costumbre.
Su sonrisa se hizo más amplia y sus dientes refulgieron al sol.
Poco a poco, me acerqué más y extendí toda la mano para trazar los contornos de su
antebrazo con las yemas de los dedos. Contemplé el temblor de mis dedos y supe que el
detalle no le pasaría desapercibido.
— ¿Te molesta? —pregunté, ya que había vuelto a cerrar los ojos.
—No—respondió sin abrirlos—, no te puedes ni imaginar cómo se siente eso.
Suspiró.
Siguiendo el suave trazado de las venas azules del pliegue de su codo, mi mano
avanzó con suavidad sobre los perfectos músculos de su brazo. Estiré la otra mano para darle
la vuelta a la de Edward. Al comprender mi pretensión, dio la vuelta a su mano con uno de
esos desconcertantes y fulgurantes movimientos suyos. Esto me sobresaltó; mis dedos se
paralizaron en su brazo por un breve segundo.
—Lo siento —murmuró. Le busqué con la vista a tiempo de verle cerrar los ojos de
nuevo—. Contigo, resulta demasiado fácil ser yo mismo.
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