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— ¿Quieres volver a casa? —dijo con un hilo de voz. Un dolor de diferente naturaleza
               al mío impregnaba su voz.
                     Me  adelanté  hasta  llegar  a  su  altura,  ansiosa  por  no  desperdiciar  ni  un  segundo  del
               tiempo que pudiera estar en su compañía.
                     — ¿Qué va mal? —preguntó con amabilidad.
                     —No  soy  una  buena  senderista  —le  expliqué  con  desánimo—.  Tendrás  que  tener
               paciencia conmigo.
                     —Puedo ser paciente si hago un gran esfuerzo.
                     Me  sonrió  y  sostuvo  mi  mirada  en  un  intento  de  levantarme  el  ánimo,  súbita  e
               inexplicablemente alicaído. Intenté devolverle la sonrisa, pero no fue convincente. Estudió mi
               rostro.
                     —Te llevaré de vuelta a casa —prometió.
                     No  supe  determinar  si  la  promesa  se  refería  al  final  de  la  jornada  o  a  una  marcha
               inmediata. Sabía que él creía que era el miedo lo que me turbaba, y de nuevo agradecí ser yo
               la única persona a la que no le pudiera leer el pensamiento.
                     —Si quieres que recorra ocho kilómetros a través de la selva antes del atardecer, será
               mejor que empieces a indicarme el camino —le repliqué con acritud.
                     Torció el gesto mientras se esforzaba por comprender mi tono  y la expresión de mis
               facciones. Después de unos momentos, se rindió y encabezó la marcha hacia el bosque.
                     No resultó tan duro como  me había temido.  El camino era plano la mayor parte del
               tiempo y estuvo a mi lado para sostenerme al pasar por los húmedos heléchos y los mosaicos
               de  musgo.  Cuando  teníamos  que  sortear  árboles  caídos  o  pedruscos,  me  ayudaba,
               levantándome por el codo y soltándome en cuanto la senda se despejaba. El toque gélido de
               su piel sobre la mía hacía palpitar mi corazón invariablemente. Las dos veces en que esto
               sucedió miré de reojo su rostro, estaba segura de que, no sabía cómo, él oía mis latidos.
                     Intenté mantener los ojos lejos de su cuerpo perfecto tanto como me fue posible, pero a
               menudo no podía resistir la tentación de mirarle, y su hermosura me sumía en la tristeza.
                     Recorrimos  en  silencio  la  mayor  parte  del  trayecto.  De  vez  en  cuando,  Edward
               formulaba una pregunta al azar, una de las que no me había hecho en los dos días anteriores
               de interrogatorio. Me interrogó sobre mis cumpleaños, los profesores en la escuela primaria y
               las mascotas de mi infancia... Tuve que admitir que había renunciado a ellas después de que
               se murieran tres peces de forma seguida. Rompió a reír al oírlo con más fuerza de lo que me
               tenía  acostumbrada...  De  los  bosques  desiertos  se  levantó  un  eco  similar  al  tañido  de  las
               campanas.
                     La caminata me llevó la mayor parte de la mañana, pero él no mostró signo alguno de
               impaciencia. El bosque se extendía a nuestro alrededor en un interminable laberinto de viejos
               árboles, y la idea de que no encontráramos la salida comenzó a ponerme nerviosa. Edward se
               encontraba muy a  gusto  y  cómodo  en aquel  dédalo  de color verde,  y nunca pareció  dudar
               sobre qué dirección tomar.
                     Después  de  varias  horas,  la  luz  pasó  de  un  tenebroso  tono  oliváceo  a  otro  jade  más
               brillante al filtrarse a través del dosel de ramas. El día se había vuelto soleado, tal y como él
               había predicho. Comencé a sentir un estremecimiento de entusiasmo por primera vez desde
               que entré en el bosque, sensación que rápidamente se convirtió en impaciencia.
                     — ¿Aún no hemos llegado? —le pinché, fingiendo fruncir el ceño.
                     —Casi  —sonrió  ante  el  cambio  de  mi  estado  de  ánimo—.  ¿Ves  ese  fulgor  de  ahí
               delante?
                     —Humm —miré atentamente a través del denso follaje del bosque—. ¿Debería verlo?
                     Esbozó una sonrisa burlona.
                     —Puede que sea un poco pronto para tus ojos.
                     —Tendré que pedir hora para visitar al oculista —murmuré.




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