Page 133 - Crepusculo 1
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Alcé su mano y la volví a un lado y al otro mientras contemplaba el brillo del sol sobre
               la palma. La sostuve cerca de mi rostro en un intento de descubrir las facetas ocultas de su
               piel.
                      —Dime  qué  piensas  —susurró.  Al  mirarle  descubrí  que  me  estaba  observando  con
               repentina atención—. Me sigue resultando extraño no saberlo.
                      —Bueno, ya sabes, el resto nos sentimos así todo el tiempo.
                      —Es una vida dura — ¿me imaginé el matiz de pesar en su voz?—. Aún no me has
               contestado.
                      —Deseaba poder saber qué pensabas tú —vacilé— y...
                      — ¿Y?
                      —Quería poder creer que eres real. Y deseaba no tener miedo.
                      —No quiero que estés asustada.
                      La voz de Edward era apenas un murmullo suave. Escuché lo que en realidad no podía
               decir sinceramente, que no debía tener miedo, que no había nada de qué asustarse.
                      —Bueno, no me refería exactamente a esa clase de miedo, aunque, sin duda, es algo
               sobre lo que debo pensar.
                      Se  movió  tan  deprisa  que  ni  lo  vi.  Se  sentó  en  el  suelo,  apoyado  sobre  el  brazo
               derecho,  y  con  la  mano  izquierda  aún  en  las  mías.  Su  rostro  angelical  estaba  a  escasos
               centímetros  del  mío.  Podría  haber  retrocedido,  debería  haberlo  hecho,  ante  esa  inesperada
               proximidad, pero era incapaz de moverme. Sus ojos dorados me habían hipnotizado.
                      —Entonces, ¿de qué tienes miedo? —murmuró mirándome con atención.
                      Pero  no  pude  contestarle.  Olí  su  gélida  respiración  en  mi  cara  como  sólo  lo  había
               hecho una vez. Me derretía ante ese aroma dulce y delicioso. De forma instintiva y sin pensar,
               me incliné más cerca para aspirarlo.
                      Entonces, Edward desapareció. Su mano se desasió de la mía y se colocó a seis metros
               de distancia en el tiempo que me llevó enfocar la vista. Permanecía en el borde de la pequeña
               pradera,  a  la  oscura  sombra  de  un  abeto  enorme.  Me  miraba  fijamente  con  expresión
               inescrutable y los ojos oscuros ocultos por las sombras.
                      Sentí la herida y la conmoción en mi rostro. Me picaban las manos vacías.
                      —Lo... lo siento, Edward —susurré. Sabía que podía escucharme.
                      —Concédeme un momento —replicó al volumen justo para que mis pocos sensitivos
               oídos lo oyeran. Me senté totalmente inmóvil.
                      Después de diez segundos, increíblemente largos, regresó, lentamente tratándose de él.
               Se detuvo a pocos metros y se dejó caer ágilmente al suelo para luego entrecruzar las piernas,
               sin apartar sus ojos de los míos ni un segundo. Suspiró profundamente dos veces y luego me
               sonrió disculpándose.
                      —Lo siento mucho —vaciló—. ¿Comprenderías a qué me refiero si te dijera que sólo
               soy un hombre?
                      Asentí una sola vez, incapaz de reírle la gracia. La adrenalina corrió por mis venas
               conforme fui comprendiendo poco a poco el peligro. Desde su posición, él lo olió y su sonrisa
               se hizo burlona.
                      —Soy el mejor depredador del mundo, ¿no es cierto? Todo cuanto me rodea te invita a
               venir a mí: la voz, el rostro, incluso mi olor. ¡Como si los necesitase!
                      Se incorporó de forma inesperada, alejándose hasta perderse de vista para reaparecer
               detrás del mismo abeto de antes después de haber circunvalado la pradera en medio segundo.
                      — ¡Como si pudieras huir de mí!
                      Rió con amargura, extendió una mano y arrancó del tronco del abeto una rama de un
               poco  más  de  medio  metro  de  grosor  sin  esfuerzo  alguno  en  medio  de  un  chasquido
               estremecedor. Con la misma mano, la hizo girar en el aire durante unos instantes y la arrojó a






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