Page 82 - Crepusculo 1
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me dejaron petrificada en la acera. Súbitamente comprendí que no me habían estado
siguiendo.
Me habían estado conduciendo como al ganado.
Me detuve por unos breves instantes, aunque me pareció mucho tiempo. Di media
vuelta y me lancé como una flecha hacia el otro lado dé la acera. Tuve la funesta premonición
de que era un intento estéril. Las pisadas que me seguían se oían más fuertes.
— ¡Ahí está!
La voz atronadora del tipo rechoncho de pelo negro rompió la intensa quietud y me hizo
saltar. En la creciente oscuridad parecía que iba a pasar de largo.
— ¡Sí! —Gritó una voz a mis espaldas, haciéndome dar otro salto mientras intentaba
correr calle abajo—. Apenas nos hemos desviado.
Ahora debía andar despacio. Estaba acortando con demasiada rapidez la distancia
respecto a los dos que esperaban apoyados en la pared. Era capaz de chillar con mucha
potencia e inspiré aire, preparándome para proferir un grito, pero tenía la garganta demasiado
seca para estar segura del volumen que podría generar. Con un rápido movimiento deslicé el
bolso por encima de la cabeza y aferré la correa con una mano, lista para dárselo o usarlo
como arma, según lo dictasen las circunstancias.
El gordo, ya lejos del muro, se encogió de hombros cuando me detuve con cautela y
caminó lentamente por la calle.
—Apártese de mí —le previne con voz que se suponía debía sonar fuerte y sin miedo,
pero tenía razón en lo de la garganta seca, y salió... sin volumen.
—No seas así, ricura —gritó, y una risa ronca estalló detrás de mí.
Separé los pies, me aseguré en el suelo e intenté recordar, a pesar del pánico, lo poco de
autodefensa que sabía. La base de la mano hacia arriba para romperle la nariz, con suerte, o
incrustándosela en el cerebro. Introducir los dedos en la cuenca del ojo, intentando
engancharlos alrededor del hueso para sacarle el ojo. Y el habitual rodillazo a la ingle, por
supuesto. Esa misma vocecita pesimista habló de nuevo para recordarme que probablemente
no tendría ninguna oportunidad contra uno, y eran cuatro. « ¡Cállate!», le ordené a la voz
antes de que el pánico me incapacitara. No iba a caer sin llevarme a alguno conmigo. Intenté
tragar saliva para ser capaz de proferir un grito aceptable.
Súbitamente, unos faros aparecieron a la vuelta de la esquina. El coche casi atropello al
gordo, obligándole a retroceder hacia la acera de un salto. Me lancé al medio de la carretera.
Ese auto iba a pararse o tendría que atropellarme, pero, de forma totalmente inesperada, el
coche plateado derrapó hasta detenerse con la puerta del copiloto abierta a menos de un
metro.
—Entra —ordenó una voz furiosa.
Fue sorprendente cómo ese miedo asfixiante se desvaneció al momento, y sorprendente
también la repentina sensación de seguridad que me invadió, incluso antes de abandonar la
calle, en cuanto oí su voz. Salté al asiento y cerré la puerta de un portazo.
El interior del coche estaba a oscuras, la puerta abierta no había proyectado ninguna luz,
por lo que a duras penas conseguí verle el rostro gracias a las luces del salpicadero. Los
neumáticos chirriaron cuando rápidamente aceleró y dio un volantazo que hizo girar el
vehículo hacia los atónitos hombres de la calle antes de dirigirse al norte de la ciudad. Los vi
de refilón cuando se arrojaron al suelo mientras salíamos a toda velocidad en dirección al
puerto.
—Ponte el cinturón de seguridad —me ordenó; entonces comprendí que me estaba
aferrando al asiento con las dos manos.
Le obedecí rápidamente. El chasquido al enganchar el cinturón sonó con fuerza en la
penumbra. Se desvió a la izquierda para avanzar a toda velocidad, saltándose varias señales de
stop sin detenerse.
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