Page 87 - Crepusculo 1
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—Esto es más complicado de lo que pensaba.
                     Tomé un colín y comencé a mordisquearlo por un extremo, evaluando su expresión. Me
               pregunté cuándo sería el momento oportuno para empezar a interrogarle.
                     —Normalmente estás de mejor humor cuando tus ojos brillan  —comenté, intentando
               distraerle  de  cualquiera  que  fuera  el  pensamiento  que  le  había  dejado  triste  y  sombrío.
               Atónito, me miró.
                     — ¿Qué?
                     —Estás  de  mal  humor  cuando  tienes  los  ojos  negros.  Entonces,  me  lo  veo  venir  —
               continué—. Tengo una teoría al respecto.
                     Entrecerró los ojos y dijo:
                     — ¿Más teorías?
                     —Aja.
                     Mastiqué un colín al tiempo que intentaba parecer indiferente.
                     —Espero que esta vez seas más creativa, ¿o sigues tomando ideas de los tebeos?
                     La imperceptible sonrisa era burlona, pero la mirada se mantuvo severa.
                     —Bueno, no. No la he sacado de un tebeo, pero tampoco me la he inventado—confesé.
                     — ¿Y? —me incitó a seguir, pero en ese momento la camarera apareció detrás de la
               mampara con mi comida.
                     Me di  cuenta de que, inconscientemente, nos  habíamos  ido  inclinando cada vez más
               cerca uno del otro, ya que ambos nos erguimos cuando se aproximó. Dejó el plato delante de
               mí —tenía buena pinta— y rápidamente se volvió hacia Edward para preguntarle:
                     — ¿Ha cambiado de idea? ¿No hay nada que le pueda ofrecer?
                     Capté el doble significado de sus palabras.
                     —No, gracias, pero estaría bien que nos trajera algo más de beber.
                     Él señaló los vasos vacíos que yo tenía delante con su larga mano blanca.
                     —Claro.
                     Quitó los vasos vacíos y se marchó.
                     — ¿Qué decías?
                     —Te lo diré en el coche. Si... —hice una pausa.
                     — ¿Hay condiciones?
                     Su voz sonó ominosa. Enarcó una ceja.
                     —Tengo unas cuantas preguntas, por supuesto.
                     —Por supuesto.
                     La camarera regresó con dos vasos de CocaCola. Los dejó sobre la mesa sin decir nada
               y se marchó de nuevo. Tomé un sorbito.
                     —Bueno, adelante —me instó, aún con voz dura.
                     Comencé por la pregunta menos exigente. O eso creía.
                     — ¿Por qué estás en Port Angeles?
                     Bajó  la  vista  y  cruzó  las  manos  alargadas  sobre  la  mesa  muy  despacio  para  luego
               mirarme  a  través  de  las  pestañas  mientras  aparecía  en  su  rostro  el  indicio  de  una  sonrisa
               afectada.
                     —Siguiente pregunta.
                     —Pero ésa es la más fácil —objeté.
                     —La siguiente —repitió.
                     Frustrada, bajé los ojos. Moví los platos, tomé el tenedor, pinché con cuidado un ravioli
               y me lo llevé a la boca con deliberada lentitud, pensando al tiempo que masticaba. Las setas
               estaban muy ricas. Tragué y bebí otro sorbo de mi refresco antes de levantar la vista.
                     —En  tal  caso,  de  acuerdo  —le  miré  y  proseguí  lentamente—.  Supongamos  que,
               hipotéticamente, alguien es capaz de... saber qué piensa la gente, de leer sus mentes, ya sabes,
               salvo unas cuantas excepciones.




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