Page 188 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Usted lo ha dicho, señor.

                   ¿Le desagradaría recuperar por un momento su oficio de arponero y añadir ese cetáceo a
                  la lista de los que ha golpeado?

                   Puede creer que no.

                   Bien, pues haga la prueba.

                   Gracias, capitán  respondió Ned Land, cuyos ojos bri-llaban de alegría.

                   Pero le recomiendo muy vivamente -añadió el capitán , y en su propio interés, que no
                  falle.

                   ¿Es que es peligrosa la caza del dugongo?  pregunté, a la vez que el canadiense se
                  alzaba de hombros.

                   Sí, a veces  respondió el capitán , porque el animal se revuelve contra sus atacantes, y
                  en sus embestidas logra, fre-cuentemente, hacer zozobrar las barcas. Pero con el buen ojo y
                  mejor brazo del señor Land no cabe temer ese peligro. Si le recomiendo que no falle es
                  porque el dugongo está conside-rado, y con justicia, como una pieza gastronómica, y yo sé
                  que el señor Land es aficionado a la buena mesa.

                   ¡Ah!  dijo el canadiense , así que esa bestia se permite también el lujo de ser apetitosa
                  en la mesa...

                   Así es, señor Land. Su carne, que es verdadera carne, goza de gran estimación, hasta el
                  punto de que en toda la Malasia está reservada a la mesa de los príncipes. Por eso se le ha
                  he-cho víctima y objeto de una caza tan encarnizada que, al igual que su congénere, el
                  manatí, va escaseando cada vez más.

                   Entonces, capitán  dijo Conseil , si por casualidad éste fuera el último de su especie,
                  convendría dejarle con vida, en interés de la ciencia.

                   Tal vez  replicó el canadiense , pero en interés de la co-cina, más vale cazarle.

                   Adelante, pues, señor Land  respondió el capitán Nemo.

                  Siete hombres de la tripulación, tan mudos e impasibles como siempre, aparecieron en la
                  plataforma. Uno de ellos llevaba un arpón y una cuerda semejante a las utilizadas por los
                  pescadores de ballenas. Se retiró el puente de la canoa, se arrancó ésta a su alvéolo y se
                  botó al mar. Seis remeros se instalaron en sus bancos y otro se puso al timón. Ned, Con-seil
                  y yo nos instalamos a popa.

                   ¿No viene usted, capitán?  le pregunté.

                   No. Les deseo buena caza, señores.
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