Page 189 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Impulsado por sus seis remeros, el bote se dirigió rápida-mente hacia el dugongo, que
                  flotaba a unas dos millas del Nautilus.

                  Llegado a algunos cables del cetáceo, el bote aminoró su marcha hasta que los remos
                  descansaron en las aguas tran-quilas. Ned Land, arpón en mano, se colocó a proa.

                  El arpón con que se golpea a la ballena está ordinariamen-te sujeto a una cuerda muy larga
                  que se desenrolla rápida-mente cuando el animal herido la arrastra consigo. Pero la cuerda
                  que iba a manejar Ned Land en esa ocasión no medía más de una decena de brazas, y su
                  extremidad estaba fijada a un barrilito que, al flotar, debía indicar la marcha del dugon-go
                  bajo el agua.

                  Puesto en pie, observaba yo al adversario del canadiense, que se parecía mucho al manatí.
                  Su cuerpo oblongo termina-ba en una cola muy alargada, y sus aletas laterales en
                  verdade-ros dedos. Se diferenciaba del manatí en que su mandíbula superior estaba armada
                  de dos dientes largos y puntiagudos que formaban a cada lado defensas divergentes. Tenía
                  dimen-siones colosales, su longitud sobrepasaba casi los siete me-tros. No se movía y
                  parecía dormir en la superficie del agua, lo que hacía más fácil su captura.


                  El bote se aproximó prudentemente a unas tres brazas del animal, manteniéndose a dicha
                  distancia, con los remos in-movilizados.

                  Ned Land, con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, blandía su arpón con mano
                  experta.

                  De repente se oyó un silbido y el dugongo desapareció. El arpón, lanzado con gran fuerza,
                  había debido herir el agua únicamente.

                   ¡Mil diablos!  exclamó, furioso, el canadiense . ¡Erré el golpe!

                   No  le dije , el animal está herido, mire la sangre, pero el arpón no le ha quedado en el
                  cuerpo.

                   ¡Mi arpón! ¡Mi arpón!  gritó Ned Land.

                  Los marineros comenzaron a remar, y el timonel dirigió el bote hacia el barril flotante.

                  Repescado el arpón, la canoa se lanzó a la persecución del cetáceo, que emergía de vez en
                  cuando para respirar. Su he-rida no había debido debilitarle, pues se desplazaba con una
                  extremada rapidez. El bote, impulsado por brazos vigoro-sos, corría tras él. Varias veces
                  consiguió acercarse a unas cuantas brazas y entonces el canadiense intentaba golpearle,
                  pero el dugongo se sumergía frustrando las intenciones del arponero, cuya natural
                  impaciencia se sobreexcitaba con la ira. Ned Land obsequiaba al desgraciado animal con
                  las más enérgicas palabrotas de la lengua inglesa. Por mi parte, úni-camente sentía un cierto
                  despecho cada vez que veía cómo el dugongo burlaba todas nuestras maniobras.
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