Page 192 - veinte mil leguas de viaje submarino
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En el momento en que me disponía a volver a mi camaro-te, el capitán me detuvo.

                  -¿Le gustaría acompañarme en la cabina del piloto, señor profesor?

                   No me atrevía a pedírselo  respondí.

                   Venga, pues. Así verá todo lo que puede verse en esta na-vegación a la vez submarina y
                  subterránea.

                  El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central. A media rampa, abrió una puerta, se
                  introdujo por los corre-dores superiores y llegó a la cabina del piloto que se elevaba en la
                  extremidad de la plataforma. Las dimensiones de la cabina eran de unos seis pies por cada
                  lado, y era muy semejante a la de los steamboats del Mississippi o del Hudson. En el centro
                  es-taba la rueda, dispuesta verticalmente, engranada en los guar-dines del timón que corrían
                  hasta la popa del Nautilus. Cuatro portillas de cristales lenticulares encajadas en las paredes
                  de la cabina daban visibilidad al timonel en todas direcciones.

                  Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de la ca-bina y vi al piloto, un hombre
                  vigoroso que manejaba la rue-da. El mar estaba vivamente iluminado por el foco del fanal
                  situado más atrás de la cabina, en el otro extremo de la plata-forma.

                   Ahora  dijo el capitán  busquemos nuestro paso.

                  Una serie de cables eléctricos unían la cabina del timonel con la sala de máquinas, y desde
                  allí el capitán podía comu-nicar simultáneamente dirección y movimiento a su Nauti-lus. El
                  capitán Nemo oprimió un botón metálico, y al instan-te disminuyó la velocidad de rotación
                  de la hélice.

                  En silencio, yo miraba la alta y escarpada muralla ante la que íbamos pasando, basamento
                  inquebrantable del macizo arenoso de la costa. Continuamos así durante una hora, a unos
                  metros de distancia tan sólo. El capitán Nemo no per-día de vista la brújula, y a cada gesto
                  que hacía, el timonel modificaba instantáneamente la dirección del Nautilus.

                  Yo me había colocado ante la portilla de babor, y por ello veía magníficas aglomeraciones
                  de corales y zoófitos, algas y crustáceos que agitaban sus patas enormes entre las
                  an-fractuosidades de la roca.

                  A las diez y cuarto, el capitán Nemo se puso él mismo al ti-món. Ante nosotros se abría una
                  larga galería, negra y pro-funda. El Nautilus se adentró audazmente por ella. Oí un ruido
                  insólito en sus flancos. Eran las aguas del mar Rojo que la pendiente del túnel precipitaba
                  hacia el Mediterráneo. El Nautilus se confió al torrente, rápido como una flecha, a pesar de
                  los esfuerzos de su maquinaria que, para resistir, batía el agua a contrahélice.

                  A lo largo de las estrechas murallas del paso, no veía más que rayas brillantes, líneas rectas,
                  surcos luminosos traza-dos por la velocidad bajo el resplandor de la electricidad. Mi
                  corazón latía con fuerza y yo sujetaba sus latidos con la mano.
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