Page 190 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Llevábamos ya una hora persiguiéndole sin descanso, y comenzaba ya a creer que no
podríamos apoderarnos de él, cuando el animal tuvo la inoportuna inspiración de vengar-se,
inspiración de la que habría de arrepentirse. En efecto, el animal pasó al ataque en dirección
a la canoa.
Su maniobra no escapó a la atención del arponero.
¡Cuidado! gritó.
El timonel pronunció unas palabras en su extraña lengua, alertando sin duda a sus
compañeros para que se mantuvie-ran en guardia.
Llegado a unos veinte pies de la canoa, el digongo se detu-vo, olfateó bruscamente el aire
con sus anchas narices aguje-readas no en la extremidad sino en la parte superior de su
hocico y luego, tomando impulso, se precipitó contra noso-tros. La canoa no pudo evitar el
choque y, volcada a medias embarcó una o dos toneladas de agua que hubo que achicar,
pero abordada al bies y no de lleno, gracias a la habilidad de patrón, no zozobró.
Ned Land acribillaba a golpes de arpón al gigantesco ani-mal, que, incrustados sus dientes
en la borda, levantaba la embarcación fuera del agua con tanta fuerza como la de un león
con un cervatillo en sus fauces. Sus embates nos habían derribado a unos sobre otros, y no
sé cómo hubiera termina-do la aventura si el canadiense, en su feroz encarnizamiento, no
hubiese golpeado, por fin, a la bestia en el corazón.
Oí el rechinar de sus dientes contra la embarcación antes de que el dugongo desapareciera
en el agua, arrastrando consigo el arpón. Pero pronto retornó el barril a la superfi-cie y,
unos instantes después, apareció el cuerpo del animal vuelto de espalda. El bote se acercó y
se lo llevó a remolque hacia el Nautilus.
Hubo de emplearse palancas de gran potencia para izar al dugongo a la plataforma. Pesaba
casi cinco mil kilogramos. Se le despedazó bajo los ojos del canadiense, que no quiso
perderse ningún detalle de la operación.
El mismo día, el steward me sirvió en la cena algunas ro-dajas de esta carne,
magníficamente preparada por el coci-nero. Tenía un gusto excelente, superior incluso a la
de ter-nera, si no a la del buey.
Al día siguiente, 11 de febrero, la despensa del Nautilus se enriqueció con otro delicado
manjar, al abatirse sobre él una bandada de golondrinas de mar, palmípedas de la especie
Sterna Nilótica, propia de Egipto, que tienen el pico negro, la cabeza gris con manchitas, el
ojo rodeado de puntos blan-cos, el dorso, las alas y la cola grisáceas, el vientre y el cuello
blancos y las patas rojas. Cazamos también unas docenas de patos del Nilo, aves salvajes
con el cuello y la cabeza blancos moteados de puntos negros, que eran muy sabrosos.