Page 198 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Era, en efecto, la antigua residencia de Proteo, el viejo pastor de los rebaños de Neptuno, y
                  la actual isla de Escar-panto, situada entre Rodas y Creta. Tan sólo pude ver su ba-samento
                  granítico a través de los cristales del salón.

                  Al día siguiente, 14 de febrero, decidí emplear algunas ho-ras en estudiar los peces del
                  archipiélago, pero por un moti-vo desconocido las portillas permanecieron herméticamen-te
                  cerradas. Por la dirección del Nautilus observé que marchaba hacia Candía, la antigua isla
                  de Creta. En el mo-mento en que embarqué abordo del Abraham Lincoln, la po-blación de
                  la isla acababa de sublevarse contra el despotismo turco. Ignoraba absolutamente lo que
                  hubiera acontecido con esa insurrección, y no era el capitán Nemo, privado de toda
                  comunicación con tierra firme, quien hubiera podido informarme. No hice, pues, ninguna
                  alusión a tal aconteci-miento cuando, por la tarde, me hallé a solas con él en el sa-lón. Por
                  otra parte, me pareció taciturno y preocupado. Lue-go, contrariamente a sus costumbres,
                  ordenó abrir las dos portillas del salón y yendo de una a otra observó atentamen-te el mar.
                  ¿Con qué fin? Era algo que no podía yo adivinar, y por mi parte me puse a observar los
                  peces que pasaban ante mis ojos.

                  Entre otros muchos vi esos gobios citados por Aristóteles y vulgarmente conocidos con el
                  nombre de lochas de mar, que se encuentran particularmente en las aguas saladas pró-ximas
                  al delta del Nilo. Cerca de ellos evolucionaban pagros semifosforescentes, especie de
                  esparos a los que los egipcios colocaban entre los animales sagrados, y cuya llegada a las
                  aguas del río, anunciadora de su fecundo desbordamiento, era celebrada con ceremonias
                  religiosas. Vi también unos déntalos de tres decímetros de longitud, peces óseos de
                  es-camas transparentes, de un color lívido mezclado con man-chas rojas; son grandes
                  devoradores de vegetales marinos, lo que les da ese gusto exquisito tan apreciado por los
                  gastró-nomos de la antigua Roma, que los pagaban a alto precio.

                  Sus entrañas, mezcladas con el licor seminal de las murenas, los sesos de pavo real y las
                  lenguas de los fenicópteros, com-ponían ese plato divino que tanto gustaba al emperador
                  Vi-telio.

                  Otro habitante de esos mares atrajo mi atención y me hizo rememorar la Antigüedad. Era la
                  rémora, que viaja adherida al vientre de los tiburones. Al decir de los antiguos, este
                  pe-queño pez, adosado por su ventosa a la quilla de un navío, po-día detener su marcha, y
                  uno de ellos, al retener así la nave de Antonio durante la batalla de Actium, facilitó la
                  victoria de Augusto. ¡De lo que depende el destino de las naciones!

                  Vi también admirables antias, pertenecientes a la familia de los pércidos, peces sagrados
                  para los griegos, que les atri-buyen el poder de expulsar a los monstruos marinos de las
                  aguas que frecuentaban; su nombre significa ‘flor’, y lo jus-tificaban por sus colores
                  bellísimos, que recorrían toda la gama del rojo, desde el rosa pálido hasta el brillo del rubí,
                  y los fugitivos reflejos que tornasolaban su aleta dorsal.

                  Mis ojos no podían apartarse de esas maravillas del mar, cuando súbitamente vieron una
                  insólita aparición. La de un hombre en medio de las aguas, un hombre con una bolsa de
                  cuero en su cintura. No era un cuerpo abandonado al mar, era un hombre vivo que nadaba
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