Page 203 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Pero apenas me fue dada la oportunidad de observar la belleza de esta cuenca de dos
millones de kilómetros cua-drados de superficie. Tampoco pude contar con los
conoci-mientos personales del capitán Nemo, pues el enigmático personaje no apareció ni
una sola vez en el salón durante una travesía efectuada a gran velocidad. Estimo en unas
seiscientas leguas el camino recorrido por el Nautilus bajo la superficie del Mediterráneo y
en un tiempo de cuarenta y ocho horas. Habíamos abandonado los parajes de Grecia en la
mañana del 16 de febrero y al salir el sol el 18 ya habíamos atravesado el estrecho de
Gibraltar.
Fue evidente para mí que ese mar, cercado por todas par-tes por la tierra firme de la que
huía, no agradaba al capitán Nemo. Sus aguas y sus brisas debían traerle muchos recuer-dos
y tal vez pesadumbres. En el Mediterráneo no tenía esa libertad de marcha y esa
independencia de maniobras que le dejaban los océanos, y su Nautilus debía sentirse
incómodo entre las costas demasiado cercanas de África y de Europa.
Navegamos, pues, a una velocidad de veinticinco millas por hora, lo que equivale a doce
leguas de cuatro kilómetros. Obvio es decir que Ned Land, muy a su pesar, debió renun-ciar
a sus proyectos de evasión, en la imposibilidad de ser-virse de un bote llevado a una
marcha de doce o trece metros por segundo. Salir del Nautilus en esas condiciones hubiera
sido una maniobra tan imprudente como saltar en marcha de un tren a esa velocidad.
Además, nuestro submarino no emergió a la superficie más que por la noche, a fin de
reno-var su provisión de aire, confiando la dirección de su rumbo a las solas indicaciones
de la brújula y de la corredera.
Del interior del Mediterráneo pude ver tan sólo lo que le es dado presenciar al viajero de un
tren expreso del paisaje que huye ante sus ojos, es decir, los horizontes lejanos, y no los
primeros planos que pasan como un relámpago. Sin embar-go, Conseil y yo pudimos
observar algunos de esos peces me-diterráneos que por la potencia de sus aletas conseguían
mantenerse algunos instantes en las aguas del Nautilus. Per-manecimos mucho tiempo al
acecho ante los cristales del sa-lón, y nuestras notas me permiten ahora resumir en pocas
pa-labras nuestra visión ictiológica de ese mar. De los diversos peces que lo habitan, sin
hablar de todos aquellos que la velo-cidad del Nautílus hartó a mis ojos, puedo decir que vi
algu-nos y apenas entreví otros. Permítaseme, pues, presentarlos en una clasificación que
será caprichosa, sin duda, pero que, al menos, reflejará con fidelidad mis rápidas
observaciones.
Entre las aguas vivamente iluminadas por nuestra luz eléctrica serpenteaban algunas
lampreas, de un metro de longitud, comunes a casi todas las zonas dimáticas. Algunas rayas
de cinco pies de ancho, de vientre blanco y dorso gris ceniza con manchas, evolucionaban
como grandes chales llevados por la corriente. Otras rayas pasaban tan rápida-mente que no
pude reconocer si merecían ese nombre de águilas que les dieron los griegos, o las
calificaciones de rata, de sapo o de murciélago que les dan los pescadores marinos.
Escualos milandros, de doce pies de longitud, tan temidos por los buceadores, competían en
velocidad entre ellos. Como grandes sombras azuladas vimos zorras marinas, animales
dotados de una extremada finura de olfato, de unos ocho pies de longitud. Las doradas, del
género esparo, mostraban sus tonos de plata y de azul cruzados por franjas que contrastaban