Page 204 - veinte mil leguas de viaje submarino
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con lo oscuro de sus aletas; peces consa-grados a Venus, con el ojo engastado en un anillo
                  de oro; es-pecie preciosa, amiga de todas las aguas, dulces o saladas, que habita ríos, lagos
                  y océanos, bajo todos los climas, so-portando todas las temperaturas, y cuya raza, que
                  remonta sus orígenes a las épocas geológicas de la Tierra, ha conser-vado la belleza de sus
                  primeros días. Magníficos esturiones, de nueve a diez metros de largo, dotados de gran
                  velocidad, golpeaban con su cola poderosa los cristales de nuestro ob-servatorio y nos
                  mostraban su lomo azulado con manchas marrones; se parecen a los escualos, cuya fuerza
                  no igualan, sin embargo; se encuentran en todos los mares, y en la pri-mavera remontan los
                  grandes ríos, en lucha contra las co-rrientes del Volga, del Danubio, del Po, del Rin, del
                  Loira, del Oder ... y se alimentan de arenques, caballas, salmones y gá-didos; aunque
                  pertenezcan a la clase de los cartilaginosos, son delicados; se comen frescos, en salazón,
                  escabechados, y, en otro tiempo, eran llevados en triunfo a las mesas de los Lúculos.

                  Pero entre todos estos diversos habitantes del Mediterrá-neo, los que pude observar más
                  útilmente, cuando el Nauti-lus se aproximaba a la superficie, fueron los pertenecientes al
                  sexagesimotercer género de la clasificación de los peces óseos: los atunes, escómbridos con
                  el lomo azul negruzco y vientre plateado, cuyos radios dorsales desprendían reflejos
                  dorados. Tienen fama de seguir a los barcos, cuya sombra fresca buscan bajo los ardores
                  del cielo tropical, y no la des-mintieron con el Nautilus, al que siguieron como en otro
                  tiempo acompañando a los navíos de La Pérousse. Durante algunas horas compitieron en
                  velocidad con nuestro subma-rino. Yo no me cansaba de admirar a estos animales
                  verda-deramente diseñados para la carrera, con su pequeña ca-beza, su cuerpo liso y
                  fusiforme que en algunos de ellos sobrepasaba los tres metros, sus aletas pectorales dotadas
                  de extraordinario vigor y las caudales en forma de horquilla. Nadaban en triángulo, como
                  suelen hacerlo algunos pájaros cuya rapidez igualan, lo que hacía decir a los antiguos que la
                  geometría y la estrategia no les eran ajenas. Y, sin embargo, ese supuesto conocimiento de
                  la estrategia no les hace esca-par a las persecuciones de los provenzales, que los estiman
                  tanto como antaño los habitantes de la Propóntide y de Ita-lia, y como ciegos y aturdidos se
                  lanzan y perecen por milla-res en las almadrabas marsellesas.

                  Entre los peces que entrevimos apenas Conseil y yo, citaré a título de inventario los
                  blanquecinos fierasfers, que pasa-ban como inaprehensibles vapores; los congrios y
                  morenas, serpientes de tres o cuatro metros, ornadas de verde, de azul y de amarillo; las
                  merluzas, de tres pies de largo, cuyo hígado ofrece un plato delicado; las cepolas
                  tenioideas, que flotaban como finas algas; las triglas, que los poetas llaman peces lira y los
                  marinos peces silbantes, cuyos hocicos se adornan con dos láminas triangulares y dentadas
                  que se asemejan al ins-trumento tañido por el viejo Homero, y triglas golondrinas que
                  nadaban con la rapidez del pájaro del que han tomado su nombre; holocentros de cabeza
                  roja y con la aleta dorsal guarnecida de filamentos; sábalos, salpicados de manchas negras,
                  grises, marrones, azules, verdes y amarillas, que son sensibles al sonido argentino de las
                  campanillas; espléndi-dos rodaballos, esos faisanes del mar, con forma de rombo, aletas
                  amarillentas con puntitos oscuros y cuya parte supe-rior, la del lado izquierdo, está
                  generalmente veteada de ma-rrón y de amarillo; y, por último, verdaderas bandadas de
                  salmonetes, la versión marítima tal vez de las aves del paraí-so, los mismos que en otro
                  tiempo pagaban los romanos hasta diez mil sestercios por pieza, y que hacían morir a la
                  mesa para seguir con mirada cruel sus cambios de color, desde el rojo cinabrio de la vida
                  hasta la palidez de la muerte.
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