Page 202 - veinte mil leguas de viaje submarino
P. 202

Pero este canal acabará colmándose un día, ¿no?

                   Es probable, señor Aronnax, pues desde 1866 han surgi-do ya ocho pequeños islotes de
                  lava frente al puerto San Ni-colás de Palca Kamenni. Es, pues, evidente, que Nea y Palea se
                  reunirán un día no lejano. Si en medio del Pacífico son los infusorios los que forman los
                  continentes, aquí son los fenó-menos eruptivos. Mire usted el trabajo que está realizándose
                  bajo el mar.

                  Volví al cristal. El Nautilus parecía inmóvil. El calor era ya intolerable. Del blanco el mar
                  había pasado al rojo, coloración debida a la presencia de una sal de hierro. Pese a que el
                  salón estaba herméticamente cerrado, había sido invadido por un olor sulfuroso
                  absolutamente insoportable. Veía llamas escar-latas cuya vivacidad apagaba el brillo de la
                  electricidad.

                  Estaba sudando a mares, me asfixiaba, iba a cocerme. Sí, me sentía literalmente cocido.

                   No podemos permanecer en esta agua hirviente  dije al capitán.

                   No, no sería prudente  respondió el impasible capitán.

                  A una orden del capitán Nemo, el Nautilus viró de bordo y se alejó de aquel horno al que
                  no podía desafiar impune-mente por más tiempo. Un cuarto de hora después, respirábamos
                  el aire libre, en la superficie del mar. Se me ocurrió pensar entonces que si Ned hubiera
                  escogido esos parajes como escenario de nuestra fuga no habríamos podido salir vivos de
                  ese mar de fuego.

                  Al día siguiente, 16 de febrero, abandonamos aquella re-gión que, entre Rodas y
                  Alejandría, tiene fondos marinos de tres mil metros. Tras pasar a lo largo de Cerigo y
                  doblar el cabo Matapán, el Nautilus dejaba atrás el archipiélago griego.







                  7. El mediterráneo en cuarenta y ocho horas



                  El Mediterráneo, el mar azul por excelencia, el «gran mar» de los hebreos, el «mar» de los
                  griegos, el mare nostrum de los romanos; bordeado de naranjos, de áloes, de cactos, de
                  pinos marítimos; embalsamado por el perfume de los mirtos; rodeado de montañas;
                  saturado de un aire puro y transparente, pero incesantemente agitado por los fuegos
                  te-lúricos, es un verdadero campo de batalla en el que Neptuno y Plutón se disputan todavía
                  el imperio del mundo. En él, en sus aguas y en sus orillas, dijo Michelet, el hombre se
                  revigo-riza en uno de los más poderosos climas de la Tierra.
   197   198   199   200   201   202   203   204   205   206   207