Page 245 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Sin embargo  dijo el canadiense , en el mar Rojo usted nos autorizó a perseguir a un
                  dugongo.

                   Se trataba entonces de procurar carne fresca a mi tripu-lación. Aquí sería matar por matar.
                  Ya sé que es éste un privi-legio reservado al hombre, pero yo no admito estos pasa-tiempos
                  mortíferos. Es una acción condenable la que cometen los de su oficio, señor Land, al
                  destruir a estos seres buenos e inofensivos que son las ballenas, tanto la austral como la
                  franca. Ya han despoblado toda la bahía de Baffin y acabarán aniquilando una clase de
                  animales útiles. Deje, pues, tranquilos a estos desgraciados cetáceos, que bastante tienen ya
                  con sus enemigos naturales, los cachalotes, los es-padones y los sierra. .

                  Fácil es imaginar la cara del canadiense ante ese curso de moral. Emplear semejantes
                  razonamientos con un cazador, palabras perdidas. Ned Land miraba al capitán Nemo, y era
                  evidente que no comprendía lo que éste quería decirle. Tenía razón el capitán. El bárbaro,
                  desconsiderado encarniza-miento de los pescadores hará desaparecer un día la última
                  ballena del océano.

                  Ned Land silbó entre dientes su Yankee doodle, se metió las manos en los bolsillos y nos
                  volvió la espalda.

                  El capitán Nemo observaba la manada de cetáceos. Súbi-tamente, se dirigió a mí.

                   Tenía yo razón en decir que, sin contar al hombre, no le faltan a las ballenas enemigos
                  naturales. Dentro de poco ésas van a pasar un mal rato. ¿Distingue usted, señor Aronnax,
                  esos puntos negruzcos en movimiento, a unas ocho millas, a sotavento?

                   Sí, capitán  respondí.

                   Son cachalotes, animales terribles que he encontrado a veces en manadas de doscientos o
                  trescientos. A esos ani-males crueles y dañinos, sí que está justificado extermi-narlos.

                  Al oír estas palabras, el canadiense se volvió con viveza.

                   Pues bien, capitán  dije , estamos a tiempo, en interés de las ballenas.

                   Inútil exponerse, señor profesor. El Nautilus se basta a sí mismo para dispersar a esos
                  cachalotes, armado como está de un espolón de acero que, creo yo, vale tanto al menos
                  como el arpón del señor Land.

                  El canadiense no se molestó en disimular lo que pensaba, encogiéndose de hombros.
                  ¡Atacar a golpes de espolón a los cetáceos! ¿Dónde, cuándo se había visto tal cosa?

                  -Espere, señor Aronnax  dijo el capitán Nemo . Vamos a mostrarle una caza que no
                  conoce usted aún. Nada de piedad con estos feroces cetáceos. No son más que boca y
                  dientes.
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