Page 248 - veinte mil leguas de viaje submarino
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El capitán me ofreció una taza de esa leche aún caliente. No pude evitar hacer un gesto de
repugnancia ante ese bre-baje. Él me aseguró que esa leche era excelente y que no se
distinguía en nada de la leche de vaca. La probé y hube de compartir su opinión.
Era para nosotros una útil reserva, pues esa leche, en for-ma de mantequilla salada o de
queso, introduciría una agra-dable variación en nuestra dieta alimenticia.
Desde aquel día, observé con inquietud que la actitud de Ned Land hacia el capitán Nemo
iba tornándose cada vez más peligrosa, y decidí vigilar de cerca los actos y los gestos del
canadiense.
13. Los bancos de hielo
El Nautilus prosiguió su imperturbable rumbo Sur por el meridiano cincuenta, a una
velocidad considerable. ¿Acaso se proponía llegar al Polo? No podía yo creer que ése fuera
su propósito, pues hasta entonces habían fracasado todas las tentativas de alcanzar ese
punto del Globo. Por otra parte, estaba ya muy avanzada la estación, puesto que el 13 de
mar-zo de las tierras antárticas corresponde al 13 de septiembre de las regiones boreales, a
unos días tan sólo del comienzo del período equinoccial.
El 14 de marzo, hallándonos a 550 de latitud, vi hielos flotan-tes, apenas unos bloques
pálidos de unos veinte a veinticinco pies que se erigían como escollos contra los que
rompía el mar.
El Nautilus navegaba en superficie. La práctica de la pes-ca en los mares árticos había
familiarizado a Ned Land con el espectáculo de los icebergs. Conseil y yo lo admirábamos
por primera vez.
En la atmósfera, en el horizonte meridional, se extendía una franja blanca deslumbrante.
Los balleneros ingleses le han dado el nombre de iceblink. Ni las nubes más espesas
consiguen oscurecer ese fenómeno anunciatorio de la pre-sencia de un pack o banco de
hielo.
En efecto, no tardaron en aparecer bloques mucho más considerables, cuyo brillo cambiaba
según los caprichos de la bruma. Algunos de esos bloques mostraban vetas verdes, como si
sus onduladas líneas hubiesen sido trazadas con sulfato de cobre. Otros, semejantes a
enormes amatistas, se de-jaban penetrar por la luz y la reverberaban sobre las mil fa-cetas
de sus cristales. Aquéllos, matizados con los vivos reflejos del calcáreo, hubieran bastado a
la construcción de toda una ciudad de mármol.