Page 246 - veinte mil leguas de viaje submarino
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Boca y dientes. No se podía definir mejor al cachalote ma-crocéfalo, cuyo tamaño
                  sobrepasa a veces los veinticinco metros. La cabeza enorme de este cetáceo ocupa casi el
                  ter-cio de su cuerpo. Mejor armado que la bafiena, cuya mandí-bula superior está dotada
                  únicamente de barbas, está pro-visto de veinticinco grandes dientes de veinte centímetros
                  de altura, cilíndricos y cónicos en su vértice, que pesan dos li-bras cada uno. En la parte
                  superior de su enorme cabeza, en grandes cavidades separadas por cartilagos, contiene de
                  trescientos a cuatrocientos kilogramos de ese aceite precio-so llamado «esperma de
                  ballena». El cachalote es un animal feo, «más renacuajo que pez», según la observación de
                  Fre-dol, mal construido, «malogrado», por así decirlo, en toda la parte izquierda de su
                  estructura y con la visión limitada ape-nas a su ojo derecho.

                  La monstruosa manada continuaba acercándose. Había visto ya a las ballenas y se disponía
                  a atacarlas. Podía prede-cirse de antemano la victoria de los cachalotes, no sólo por estar
                  mejor conformados para el ataque que sus inofensivos adversarios, sino también porque
                  pueden permanecer más tiempo bajo el agua sin subir a respirar a la superficie[L18] .

                  Era tiempo ya de acudir en socorro de las ballenas. El Nautilus comenzó a navegar entre
                  dos aguas. Conseil, Ned y yo nos apostamos en el observatorio del salón. El capitán Nemo
                  se dirigió a la cabina del timonel para maniobrar su aparato como un artefacto de
                  destrucción. Poco después sentí cómo se multiplicaban las revoluciones de la hélice y
                  aumentaba nuestra velocidad.

                  Ya había comenzado el combate entre los cachalotes y las ballenas cuando llegó el
                  Nautilus. La maniobra de éste se orientó a cortar la manada de macrocéfalos. Al principio,
                  és-tos no parecieron mostrarse temerosos a la vista del nuevo monstruo que se mezclaba en
                  la batalla, pero pronto hubie-ron de emplearse en esquivar sus golpes.

                  ¡Qué lucha! El mismo Ned Land acabó batiendo palmas, entusiasmado. El Nautilus se
                  había tornado en un arpón for-midable, blandido por la mano de su capitán. Se lanzaba
                  contra las masas carnosas y las atravesaba de parte a parte, dejando tras su paso dos
                  movedizas mitades de cachalote. No sentía los tremendos coletazos que azotaban a sus
                  flan-cos ni los formidables choques. Exterminado un cachalote, corría hacia otro, viraba
                  rápidamente para no fallar la presa, se dirigía hacia adelante o hacia atrás, dócil al timón,
                  sumer-giéndose cuando el cetáceo se hundía en las capas profimdas o ascendiendo con él
                  cuando volvía a la superficie, golpeándole de lleno u oblicuamente, cortándole o
                  desgarrándole con su terrible espolón, y en todas las direcciones y a todas las velocidades.

                  ¡Qué carnicería! ¡Qué ruido en la superficie de las aguas producían los agudos silbidos y
                  los ronquidos de los espan-tosos animales! En medio de aquellas aguas ordinariamente tan
                  bonancibles sus coletazos producían una verdadera ma-rejada.

                  Una hora duró aquella homérica matanza a la que no po-dían sustraerse los macrocéfalos.
                  En varias ocasiones, diez o doce reunidos trataron de aplastar al Nautilus bajo sus ma-sas.
                  A través del cristal veíamos sus grandes bocazas pavi-mentadas de dientes, sus ojos
                  formidables. Ned Land, que ya no era dueño de sí, les amenazaba e injuriaba. Sentíamos
                  que intentaban fijarse a nuestro aparato como perros que hacen presa en un jabato entre la
                  espesura del bosque. Pero el Nautilus, forzando su hélice, les arrastraba consigo o les
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