Page 247 - veinte mil leguas de viaje submarino
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llevaba a la superficie, sin sentir en lo más mínimo su enor-me peso ni sus poderosas
convulsiones.
Al fin fue clareándose la masa de cachalotes y las aguas re-cobraron su tranquilidad. Sentí
que ascendíamos a la super-ficie. Una vez en ella, se abrió la escotilla, y nos precipitamos a
la plataforma.
El mar estaba cubierto de cadáveres mutilados. Una for-midable explosión no habría
dividido, desgarrado, descuar-tizado con mayor violencia aquellas masas carnosas.
Flotá-bamos en medio de cuerpos gigantescos, azulados por el lomo y blancuzcos por el
vientre, y sembrados todos de enormes protuberancias como jorobas. Algunos cachalotes,
espantados, huían por el horizonte. El agua estaba teñida de rojo en un espacio de varias
millas, y el Nautilus flotaba en medio de un mar de sangre.
El capitán Nemo se unió a nosotros, y dirigiéndose a Ned Land, dijo:
¿Qué le ha parecido?
El canadiense, en quien se había calmado el entusiasmo, respondió:
Pues bien, señor, ha sido un espectáculo terrible, en efecto. Pero yo no soy un carnicero,
soy un pescador, y esto no es más que una carnicería.
Es una matanza de animales dañinos respondió el ca-pitán y el Nautilus no es un
cuchillo de carnicero.
Yo prefiero mi arpón replicó el canadiense.
A cada cual sus armas dijo el capitán, mirando fija-mente a Ned Land.
Temí por un momento que éste se dejara llevar a un acto violento de deplorables
consecuencias. Pero su atención y su ira se desviaron a la vista de una ballena a la que se
acer-caba el Nautilus en ese momento. El animal no había podi-do escapar a los dientes de
los cachalotes. Reconocí la balle-na austral, de cabeza deprimida, que es enteramente negra.
Se distingue anatómicamente de la ballena blanca y del Nord Caper por la soldadura de las
siete vértebras cervica-les y porque tiene dos costillas más que aquéllas.
El desgraciado cetáceo, tumbado sobre su flanco, con el vientre agujereado por las
mordeduras, estaba muerto. Del extremo de su aleta mutilada pendía aún un pequeño
balle-nato al que tampoco había podido salvar. Su boca abierta dejaba correr el agua, que
murmuraba como la resaca a tra-vés de sus barbas.
El capitán Nemo condujo al Nautilus junto al cadáver del animal. Dos de sus hombres
saltaron al flanco de la ballena. No sin asombro vi como los dos hombres retiraban de las
mamilas toda la leche que contenían, unas dos o tres tonela-das nada menos.