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EL OXÍGENO


         En noviembre de 1779 el genio creativo de Lavoisier tomó la forma
         de lingüista: creó una nueva palabra. Tras revisar los resultados
         de sus experimentos, observó que el nuevo aire estaba presente
         en todos los espíritus generadores de ácidos: en el del azufre, fós-
         foro, carbón, nitrógeno. Decidió entonces crear una palabra para
         este aire que hiciera mención a su capacidad de generar ácidos.
         Así, ideó el nombre de «oxígeno» a partir de dos vocablos griegos,
         ó!;ú; («ácido») y-y1ovtj~ (-«productor»), por lo que el nuevo voca-
         blo significaba «generador de ácido».
            A diferencia de Priestley y Scheele ( que lo había empleado
         para obtener cloro), Lavoisier no había trabajado con el «ácido
         muriático»,  también conocido como espíritu de sal,  ácido ma-
         rino y ácido de sal o HCl en la nomenclatura de Lavoisier. Por
         ello cometió un error al elegir un nombre para el aire puro, por-
         que el HCl ponía de manifiesto lo erróneo de su idea de que hacía
        falta oxígeno para generar un ácido. Pero ese error resultó irrele-
        vante; pronto el vocablo «oxígeno» tuvo su versión en todos los
        idiomas en los que hablaba la ciencia. A partir de ese momento
        no solo la química, sino la propia vida ya no se pudo entender
        sin oxígeno.
            Hay diversos usos recientes de la palabra que ponen de mani-
        fiesto su capacidad de evocación. Uno de ellos es la obra de teatro
        Oxygen (2001), de los químicos Carl Djerassi y Roald Hoffmann,
        en la que se recrea la controversia por el descubrimiento del ele-
        mento, atribuible a Priestley, Lavoisier y Scheele.
            Poco después de la atrevida propuesta de la palabra «oxí-
        geno»,  que  con el tiempo demostró ser genial,  tuvo lugar otro
        hecho triste en la vida de Antaine. En 1781 falleció su tía Cons-
        tance Punctis, que durante años,  desde la muerte de su madre,
        había cuidado de él. De la pena que este hecho le causó dio cuenta
        Lavoisier en una carta que escribió a Benjamín Franklin:


            La excusa para mi retraso es de tal naturaleza que estoy seguro de
            que merecerá su indulgencia. He tenido la desgracia de perder a mi
            tía, que había sido una segunda madre para mí, y a la cual estaba






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