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Según señalamos en el primer capítulo, Einstein razonó que los
fotones debían comportarse como partículas y Compton confirmó
que los cuantos de luz desviaban la trayectoria de los electrones
en el laboratorio, como en un choque de bolas de billar. Por tanto,
nada más iluminar una partícula ya la estamos expulsando de la
posición que pretendíamos registrar. ¿ Tenemos algún modo de
determinar cómo era antes de alterar su curso? La respuesta es
negativa. El único modo que tenemos de conocer es medir, y
medir implica perturbar. Imaginemos que nada más lanzar la pe-
lota, impulsada por la raqueta del tenista, cada colisión contra un
fotón modificase su trayectoria. Con los fotones que llegaran a
nuestros ojos nos sería prácticamente imposible reconstruir el
recorrido ajetreado y zigzagueante de la pelota. Es lo que sucede
en el ámbito atómico.
Se puede probar a disminuir la energía de la luz, para golpear
al electrón con más suavidad y no trastocar en exceso su trayec-
toria. Para conseguirlo hay que rebajar la energía de la luz. De
acuerdo con la expresión de Planck (E= h • v ), eso implica recortar
la frecuencia o, lo que es lo mismo, estirar las ondas electromag-
néticas. Esta estrategia tan prometedora pronto fracasa. Cuando
se compone una imagen a partir de las ondas que han interactuado
con un objeto, la nitidez depende de su longitud de onda. A mayor
"A, menor resolución, así que las ondas dibujan una imagen cada
vez más borrosa a medida que se van estirando. La naturaleza
parece confabularse de manera que la energía que permite definir
los detalles de la trayectoria del electrón lo perturba hasta el
punto de deslocalizarlo y la energía que respeta su recorrido nü
proporciona suficiente resolución para distinguirlo.
Recuperemos el símil de la cancha de tenis y supongamos
que, como espectadores, contamos con un sencillo aparato que nos
permite modificar la longitud de onda de la luz con la que quere-
mos «ver» el partido. Una A corta, en principio, nos proporciona-
ría la nitidez suficiente, pero cada fotón golpearía con tal fuerza la
pelota que las partículas luminosas que llegaran a nuestros ojos
no serían capaces de ofrecer un relato coherente acerca de su
posición. A medida que fuéramos aumentando la longitud de onda
de los fotones, mitigando poco a poco el efecto sobre la pelota, la
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