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como base para demostrar otros resultados. A diferencia de los
         axiomas, esos nuevos resultados que requerían ser demostrados
         recibieron el nombre de teoremas.
             Invocando este procedimiento una y otra vez podemos cons-
         truir un edificio inmenso, una teoría matemática, es decir,  una
         especie de árbol en el que, a partir de unas pocas raíces, se puede
         generar un número potencialmente infinito de ramas y hojas, al-
         gunas más importantes (más robustas y más fructíferas en supo-
         tencial de crear nuevas ramas) que otras, pero todas igualmente
         verdaderas.
             Se cuenta que Ptolomeo I intentó que Euclides le enseñara
         matemáticas, y que, impaciente ante la prolijidad y concentración
         que ello le requería, exigió que el sabio simplificara sus explicacio-
         nes, a lo que este repuso:

             Majestad, lo que me pedís es imposible; es indispensable que sufráis
             y paséis por todos los pasos nécesarios para entender la ciencia. No
             existe un camino real en matemáticas.

             Es imposible exagerar la importancia del programa de Eucli-
         des.  Prácticamente  todas  las  generaciones  venideras  de  ma-
         temáticos lo tomaron como referencia. A día de hoy,  cualquier
         matemático que proponga una teoría nueva -o intente replantear
         una teoría existente- utiliza dicho programa. Hasta bien entrado
         el siglo xx, su obra, los famosos Elementos, fue el libro más popu-
         lar después de la Biblia, consagrándose como un texto de referen-
         cia y estudio imprescindible en los institutos y las universidades.
             Pero a pesar de sus increíbles intuiciones, Pitágoras y la es-
         cuela que fundó tenían un elemento que a los modernos nos parece
         algo perturbador. En efecto, los pitagóricos fundaron una especie
         de religión y secta secreta, tal vez no muy distinta de otras antiguas
         sociedades secretas griegas,  como la de Eleusis o los misterios
         órficos. Al igual que los iniciados eleusinos, los pitagóricos no po-
         dían revelar la naturaleza de sus actividades.
             El misticismo pitagórico estaba íntimamente ligado a la idea
         de que el número era la esencia de la naturaleza. Pero los pitagó-
         ricos no tenían el mismo concepto de número que nosotros. Para






                                       EL TEOREMA QUE TARDÓ 350 AÑOS EN  SERLO   23
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