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dicional de la Biblia, el Corán o cualquier otro libro sagrado. Cris-
        tianismo, judaísmo o islamismo fundamentan su razón de ser en
        libros sagrados; allí se encuentra la única verdad posible: la re-
        velada por el correspondiente Dios. La visión científica, en cam-
        bio,  no  admite  verdades  reveladas.  La  validez  de  una teoría
        científica no la detemúna la palabra de Dios, de ningún Dios, sino
        la adecuación de sus predicciones con lo que se observa en la
        naturaleza. En este sentido, la religión plantea supuestos inmuta-
        bles e inmunes a la crítica; la ciencia, por el contrario, expone
        supuestos temporales y sujetos a cambio, y además se enriquece
        de las críticas, con las que tiende a autocorregirse. Esa concep-
        ción científica fue fruto, precisamente, de la revolución que vivió
        la ciencia desde Copérnico hasta Newton.
            La teoría copemicana tuvo que lidiar con las dos concep-
        ciones: la religiosa, por un lado, y la tradición científica establecida
        - la escolástica, en este caso- , por el otro. De entrada, aunque
        la copernicana era la teoría más simple, completa -ordenaba
        a la perfección los planetas según su lejanía al Sol- y elegante,
        no era, en cambio, más exacta que su rival, la ptolemaica, pues
        Copérnico siguió encadenado a la hipótesis platónica de que los
        planetas debían moverse en círculos y con velocidad constante.
        Esas hipótesis heredadas de los griegos le obligaron a complicar
        su teoría para adecuarla a las observaciones.
            Casi tres décadas después de la muerte de Copérnico nació
        Johannes Kepler (1571-1630), el matemático y astrónomo que iba a
        encauzar la revolución iniciada por Copérnico añadiendo al sistema
        otra ración más de elementos revolucionarios. Kepler dio con el
        secreto del movimiento planetario asistido por las precisas tablas
        astronómicas que elaboró el danés Tycho Brahe (1546-1601) en la
        segunda mitad del siglo XVI, por una inquebrantable fe en un diseño
        sencillo y elegante del universo - herencia de Pitágoras y Platón-
        y tras muchos años de arduos cálculos. Este secreto lo sintetizó en
        forma de tres leyes; las dos primeras, establecidas en su libro As-
        tronomia nova (1609) para la órbita de Marte, aseguran que:

            - Los planetas se mueven siguiendo órbitas elípticas, con el
              Sol situado en uno de sus focos.





                         LA GRAVITACIÓN Y LAS LEYES DEL MOVIMIENTO: LOS «PRINCIPIA»   45
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