Page 124 - Edición final para libro digital
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—Pero usted lo sabía, ¿No es verdad?
                 —Sí señor. Lo supe poco después de llegar a mis manos un infor-
              me sobre su detención en la frontera.
                 —¿Ordenó usted al cabo Rement que solicitase información a la
              comisaría de Ascalón sobre los hermanos Hasbúm con el objeto de
              hacerse cargo de su defensa?
                 Ariel ya comenzaba a tener algo más claras las razones que habían
              llevado a Machta a ordenar que le investigasen. Seguro que había
              sido el cabo Rement quien le habría ido con el cuento al comandan-
              te. ¡Aquel maldito chivato! Nunca debería haber confiado en él.
                 —En realidad no sucedió así, Señor —respondió Ariel—. Es ver-
              dad que solicité al cabo Rement indagar sobre los detenidos; pero
              sin saber que eran hermanos de la señorita Hasbúm. Además, en
              aquel entonces la señorita Hasbúm y yo no teníamos aún ninguna
              relación más allá de lo laboral.
                 —¿Por qué entonces se interesó usted concretamente en esos dos
              hombres y no en cualquiera de los muchos sobre los cuales maneja-
              ba informes en su oficina?
                 Ante la insistencia de Taback, Ariel comenzaba a sentirse abru-
              mado. Tal como se esperaba, aquella reunión se estaba convirtiendo
              en una especie de juicio, en el cual se perseguía una confesión más
              que una explicación de los hechos. Dedujo que tendría que renun-
              ciar a su compromiso de ser sincero e intentar responder estraté-
              gicamente si no quería verse desarbolado por las preguntas y los
              comentarios del coronel. De sus manifestaciones dependería que el
              veredicto final de aquel indisimulado jurado le concediese el dichoso
              ascenso sin condicionar su vida privada.
                 —Señor —dijo Ariel entonces—. Sé muy bien las razones de
              todas estas preguntas. Es verdad que me he enamorado de una mu-
              jer palestina y que, con la mejor de mis intenciones, he intentado
              hacerme cargo de la defensa de sus hermanos. Pero ella nada supo
              de todo eso. Es más, ni siquiera conocía el hecho de su detención.
              Cuando llegó a mí aquel expediente aún no existía entre nosotros re-
              lación alguna. Posiblemente un exceso de empatía fuese la razón que
              despertó mi interés por el caso de sus hermanos. Pero juro ante Dios
              que no sabía que esos hombres perteneciesen a Ezzeddin Al-Qas-

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