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—Pregúntale si desea que vaya mañana con ella a Jerusalén —
dijo Abdud a su esposa después de conocer los pormenores de aquel
asunto—. Ella no conoce la ciudad y seguro que se sentirá mejor
yendo acompañada.
—No sé —dudó Saida—. Fatma nunca ha querido que tú te
enterases de estas cosas. Teme que puedas mal considerarla por no
comportarse como una verdadera musulmana.
—Pero… ¿Qué dices? —se indignó el anciano—. Tú bien sabes
mi manera de interpretar la religión y mi respeto por la libertad y
las actitudes personales. ¿Cómo ha podido pensar que me podría
comportar como un fanático religioso habiendo conocido nuestra
propia historia?
—Lo sé, pero ella es palestina y se ha criado en Jibaliya. Tiene
aún muchos temores arraigados respecto a los prejuicios de nuestra
sociedad. El hecho de que también nosotros seamos palestinos, y
musulmanes, hace que se comporte con extremado celo, sobre todo
ante ti.
—Pues no comprendo porque no le has dicho ya que yo no soy
de esa clase de hombres. ¿Cómo vamos a desestigmatizar nuestra
cultura cuando nosotros mismos promulgamos un radicalismo que
en nada se corresponde con el verdadero sentimiento de nuestro
pueblo?
—Abdud —le dijo amorosamente la anciana—. Aunque tú y yo
pensemos así, sabes bien que la mayoría de nuestra gente ve con muy
malos ojos ciertos comportamientos. Es normal que, al igual que la
mayoría de las jóvenes de Gaza o Cisjordania, ella también sea muy
reservada a la hora de hablar sobre ciertos temas; especialmente con
los hombres. Fatma te quiere muchísimo, pero no puede evitar sen-
tirse incómoda cuando se trata de asuntos de mujeres. A pesar de la
moderación religiosa de sus padres, el entorno en el cual se crio hasta
su adolescencia ha dejado en ella un complejo difícilmente superable.
—Comprendo, pero lamento que no me lo hayas contado antes.
De haberlo sabido habría buscado la manera de ayudarla, aunque
ella no me lo pidiese.
—Lo sé, pero no he querido traicionar su confianza. Ella misma
me solicitó que no te dijese nada.
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