Page 133 - Edición final para libro digital
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nos días. Los tres desayunaron en silencio. No era necesario hablar
                 sobre las razones de aquel viaje ya que todo había quedado aclarado
                 el día anterior, aunque Fatma no lo hubiese hablado directamente
                 con Abdud.
                    Sobre las siete y media, terminado ya el desayuno, el señor Ma-
                 her se levantó y se dirigió al teléfono para llamar un taxi que les
                 llevaría hasta la estación del tren. Mientras, Saida abrazaba a Fatma,
                 cuyos ojos se empaparon nuevamente en lágrimas, dándole ánimos
                 y tratando de aliviar su congoja.
                    —En cinco minutos estará aquí el taxi —dijo Abdud colgando el
                 teléfono; lo cual terminó con el abrazó de las mujeres.
                    —Muy bien, tenéis tiempo de sobra para llegar a la estación —
                 dijo Saida secando con sus pulgares las anegadas mejillas de la be-
                 caria.
                    —Gracias señor Maher —dijo Fatma dirigiéndose al anciano.
                    —No tienes nada que agradecerme niña.
                    —Claro que sí. Va usted a acompañarme y se preocupa por mis
                 problemas a pesar de no haberle otorgado mi confianza en esto.
                    —Eres, después de Saida, la persona que más quiero en este mun-
                 do. ¿Quién soy yo para juzgar tus decisiones? Ahora me necesitas y
                 eso es razón suficiente para ayudarte en todo cuanto me sea posible.
                 Comprendo perfectamente tu reticencia a que yo conociese ciertas
                 cosas. Los prejuicios de nuestra cultura no animan mucho a una
                 joven como tú a contarle a un viejo como yo ciertas intimidades.
                    —No diga eso, usted no es tan viejo.
                    —Niña, que yo no soy Saida. Conmigo no necesitas ser adulado-
                 ra —le dijo Abdud sonriendo.
                    Fatma miró entonces a la señora Maher, que fruncía el entrecejo
                 mirando a su marido, haciendo patente su incomodo por el comen-
                 tario. Luego miró nuevamente a Abdud, quien con gesto pícaro le
                 guiñó un ojo. Fatma sabía que el señor Maher disfrutaba viendo el
                 enfado de su mujer cuando él hacía algún jocoso comentario sobre
                 su edad, y el viejo consiguió con aquel sonsacar de la joven una son-
                 risa cómplice; lo cual alegró también a la anciana, que no deseaba
                 otra cosa más que ver desaparecer, aunque sólo fuese un momento,
                 la tristeza del rostro de la joven palestina.

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