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—Si son juzgados los condenarán, te lo aseguro. El trato que os
                 propongo es la mejor manera de impedir que otros dos hombres
                 sean ejecutados, o en el mejor de los casos, condenados a perpetui-
                 dad.
                    El barbudo personaje no terminaba de decidirse. Miraba a sus
                 hombres esperando de estos algún gesto que le ayudase a tomar una
                 resolución. Pero sus subordinados nada dijeron. Tan sólo Rahid Pa-
                 dúm comentó finalmente.
                    —Conozco personalmente a Sabil y a Nabir. Son los hijos de
                 Ibrahim Hasbúm, el hombre que ejecutamos hace ocho años por
                 colaboracionismo. Hemos tenido pruebas posteriores de que nunca
                 había colaborado con los judíos. Era sólo un mercader que hacía
                 negocios en Israel. Aquella ejecución fue un error, y a pesar de ello
                 los dos muchachos continuaron fieles a la causa. Mi opinión es que
                 deberíamos hacer todo cuanto podamos para que sean liberados. Al
                 menos eso le debemos después de haber ejecutado a su padre.
                    —Recuerdo a Ibra —Dijo Musleh—. Pero a pesar de haber co-
                 metido aquel error nunca tuvimos dudas de su discrepancia sobre
                 nuestra actividad.
                    —Es cierto. Pero nunca nos traicionó. Entre otras cosas porque
                 sabía que sus propios hijos estaban con nosotros. No merecía morir.
                    —De eso hace más de ocho años. Las cosas han cambiado mu-
                 cho desde entonces.
                    —Las cosas no han cambiado —interrumpió Ariel—. Seguimos
                 enfrentados. Matándonos los unos a los otros y generando odio en
                 cada nueva generación. Nada ha cambiado.
                    Durante un buen rato la discusión giró en torno a lo absurdo; in-
                 tentando justificar cada quien sus actuaciones y buscando culpables
                 para lavar sus conciencias. Finalmente, Musleh volvió al tema que
                 les había llevado allí.
                    —¿Y qué garantías tenemos de que en cuanto soltemos a los pri-
                 sioneros vuestro ejército no tomará represalias?
                    —Las mismas que he tenido yo cuando me trajeron hasta aquí
                 con los ojos vendados, desarmado, y rodeado de hombres dispuestos
                 a coserme a balazos en cuanto tú dieses la orden. De lo que sí podéis
                 estar seguros es de que si no llegamos a un acuerdo la aviación israelí

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