Page 228 - Edición final para libro digital
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Por desgracia, Abdud ya no podría disfrutar de aquella sorpresa
              ni presumir de sus dotes de pintor ante su querida acogida.
                 Ambas mujeres se sentaron en el salón nada más llegar al aparta-
              mento. Saida, llorosa y abatida, tan sólo se lamentaba. Con la mirada
              perdida en la ventana, las manos juntas y los dedos entrecruzados a
              modo de plegaria, susurraba ininteligibles frases expresando su pena.
                 Fatma, no menos llorosa y consternada, la miraba dulcemente.
              ¿Qué no estaría dispuesta a hacer la joven por amainar el sufrimien-
              to de la anciana? Pero sabía, por propia experiencia, que nada apla-
              caría aquel desconsuelo. Tan sólo el tiempo y el cariño de quienes
              la rodeaban conseguirían devolver, paulatinamente, la normalidad
              a su vida.
                 Fatma guardaba silencio, respetando el dolor y las plegarias de
              Saida. Mas fue la propia viuda quien puso fin a aquella situación
              dirigiéndose a la joven.
                 —Cuánto le hubiese gustado a Abdud poder tenerte a su lado
              cuando se estaba muriendo.
                 —Lo sé. Y yo hubiese deseado llegar a tiempo para ello. ¿Por qué
              no me llamó para avisarme de lo sucedido? Les he dejado mi núme-
              ro de teléfono para que me avisasen de cualquier contratiempo.
                 —No he querido preocuparte. Jamás pensé que sería tan grave.
              Sucedió todo tan aprisa.
                 —Pero si me hubiese llamado habría venido a tiempo para verlo
              vivo por última vez.
                 —De veras lamento no haberlo hecho hija mía. Por favor, no me
              guardes rencor por ello.
                 Fatma no sabía que responder. No debería haber dicho aquello.
              La señora Maher se lo había tomado como un reproche, y nada más
              lejos de su intención que reprocharle nada a la buena mujer. Aquello
              la hacía sentirse mal. Ver a la canosa palestina aún más abatida por
              sus palabras despertó en ella un profundo sentimiento de culpabili-
              dad. Intentó denodadamente consolar a la anciana y convencerla de
              su buena intención al hablar del tema.
                 —Por favor Saida. No he querido hacerle reproche alguno. Sólo
              he expresado mi deseo; pero en absoluto he querido hacerla respon-
              sable de nada.

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