Page 46 - El toque de Midas
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Cuando Kim y yo nos casamos en 1986, no estábamos enfocados en ser millonarios. Por
supuesto que soñábamos con llegar a serlo, pero en ese momento sólo nos fijamos la meta de
conseguir cien dólares mensuales de flujo de efectivo como producto de nuestras inversiones. Luego
nos fijamos la meta de mil, luego 10 000, y así sucesivamente. Tal vez ahora esos objetivos suenen
bastante menores, casi lo contrario de lo que he estado mencionando, pero debo decir que, cuando te
encuentras ahogado con una deuda de casi un millón de dólares, tener un ingreso de cien se convierte
en una meta muy grande, como en nuestro caso.
El punto es que Kim y yo teníamos sueños pero nunca perdimos el enfoque y, además,
continuamos incrementando nuestras metas a medida que crecíamos. Dicho de otra forma, la
concentración fue lo que nos hizo madurar. La falta de enfoque es para la gente que ya está muy
cómoda y así quiere quedarse o que, incluso, prefiere ir en retroceso.
El enfoque exige educación
En cuanto me enteré de que mi siguiente destino era Vietnam, me convertí, por primera vez en la
vida, en un estudiante genuino. Quería aprender porque no tenía otra opción. Mi vida estaba en juego
y también la de mi tripulación. Siento lo mismo ahora que soy empresario. Mi labor más importante
es proteger los empleos de mis colaboradores. Si fallo en eso, lo cual ha sucedido en varias
ocasiones, algo dentro de mí muere.
En la escuela era un estudiante promedio, me la pasaba jugando y rara vez estudiaba. Pero en
los negocios no puedo darme ese lujo; siempre debo estudiar, leer libros, asistir a seminarios y
buscar ideas nuevas. Lo más importante es que también necesito encontrar maestros y maestras.
En Camp Pendleton descubrí que no todos los instructores son iguales. Los hay de distintos
tipos. Por ejemplo, en la escuela de vuelo en Florida los instructores me enseñaron a volar, en tanto
que, en Camp Pendleton, me enseñaron a matar o morir porque, en ese momento, tenía que ir más allá
de sólo operar un helicóptero.
Hasta la fecha llevo conmigo las lecciones aprendidas en Camp Pendleton y elijo a mis
maestros con cuidado. En la secundaria no tenía la posibilidad de hacerlo, así que, si me tocaba un
mal maestro o alguien por quien no sentía respeto, estaba en aprietos. Más que hacerme perder el
tiempo, un maestro malo o incompetente confundía mis ideas, mis pensamientos y mis acciones. Pero
ya no permito que eso suceda. Ahora que soy empresario elijo a mis maestros con toda la cautela y
tengo mucho cuidado al decidir con quien convivo y de quién recibo consejos.
Donald Trump es el tipo de maestro al que respeto, de quien quiero aprender y a quien quiero
emular. Por eso disfruto mucho pasar tiempo con él. A pesar de que no eran malas personas, la
mayoría de mis maestros en la escuela no tenía esas características y, por eso, no me interesaba ser
como ellos.
Cuando me percaté de que iba camino a Vietnam, un lugar en donde la regla era “matar o
morir”, también comprendí por qué los instructores que había tenido en la Infantería de Marina eran
veteranos de combate que practicaban lo que enseñaban. Ellos habían participado en la guerra y,
literalmente, habían vuelto de ella para hablar al respecto.
Viéndolo en retrospectiva, ahora considero que mis instructores en Pensacola me enseñaron a
ser piloto de la misma manera que los profesores universitarios enseñan a sus estudiantes a ser
empleados. En Camp Pendleton me enseñaron a luchar y a matar, habilidades que iban más allá de
volar. Por eso, actualmente elijo maestros que son sobrevivientes en el mundo real de las inversiones