Page 56 - Luna de Plutón
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                                    EL EMPERADOR GARGAJO





       —¡Eh, tú! Sí, tú, cariño, ¿tienes algún parentesco con la víctima? —preguntó un
  policía que se acercaba trotando, uniformado con un traje negro, un gorro amarillo y

  una placa verde en el pecho.

       —N… No, solo lo estaba viendo porque me dijeron que es parecido a mí —se

  excusó audazmente Claudia.
       —¡Entonces  vete  de  aquí!  ¡Qué  descaro  estar  viendo  así  a  un  cadáver  por  esa

  tontería! ¿No tienes respeto? Vamos, fuera.

       La  chica  no  tardó  en  obedecer  y,  junto  con  Knaach,  mojado  y  con  la  melena
  chorreándole agua, se dieron media vuelta y se alejaron a paso apresurado.

       Aquella  era  una  estación  con  aspecto  colonial  y  clásico:  parecía  sacado  de  un

  western. Pasaron por un largo pasillo rodeado de columnas, las paredes eran altísimas,

  y en ellas había escaleras y balcones con tiendas (casi todas ellas con campanillas en
  las puertas) desde donde la gente se asomaba o sencillamente se sentaba a tomar café.

  Arriba del todo, entre puentes que conectaban las abismales paredes que desde ahí se

  veían como palillos, se hallaba el techo de cristal, donde se asomaba el enorme disco

  plateado, la luna de Plutón, entre nubes negras y un quásar rosado y brillante.
       Uno por lo general sabe si es mañana o tarde en Plutón gracias al clima: la mañana

  suele ser gélida, la tarde es muy fría, y la noche, cuando el planeta está de espaldas al

  sol (apenas se lo ve como una estrella fugaz) es helado. La bóveda celeste plutoniana,
  que muestra una mayor cantidad de estrellas raras y desconocidas que la de cualquier

  otro  planeta  del  Sistema  Solar,  era  el  único  punto  desde  el  que  se  podían  ver

  nebulosas a simple vista.
       Knaach seguía a Claudia; esta se metió dentro de un bar, muy cálido y bastante

  oscuro y tranquilo, iluminado por velas colocadas en el centro de las mesas.

       El  barman  siquiera  levantó  la  mirada  cuando  la  extraña  pareja  se  colocó  en  el

  punto más alejado y solitario. Knaach, aliviado de haber escapado por fin del frío, se
  sentó frente a la máquina de calefacción, sacudiéndose las últimas gotas de agua.

       La  ogro,  sentada,  estaba  pensativa,  con  las  manos  tomadas,  y  los  pulgares  de

  ambas manos apoyados uno con el otro. El león se le acercó.

       —¿En qué estás pensando?
       —El gobierno de Io asesinó a Kannongorff.
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