Page 79 - Luna de Plutón
P. 79

—Y más te vale que seas inteligente y no te niegues a cooperar —intervino el otro

  gendarme, divertido—, porque si lo haces, nadie se molestará en gritarte ni tampoco
  amenazarte, no… Te colocarán el casco de la verdad.

       Knaach se tragó el impulso de hablar para preguntar qué era el casco de la verdad,

  pero para su desgracia, la pregunta quedó respondida en un santiamén.

       —¡Oh, sí! El caso de la verdad, menos mal que me lo has recordado… ¡Ya estaba
  pensando en que les sería muy difícil interrogar a alguien tan grandota como ella!

       —¿Qué hace el casco de la verdad? —preguntó la ogro, sin miedo.

       —Te da corrientazos eléctricos en la cabeza, muy dolorosos, que van partiendo tu

  cráneo poco a poco, hasta que decidas ser una buena niña.
       Como si fuese un poderoso trompo gigante, Claudia tomó giró en un instante, y

  cogió la mano del guardia que tenía detrás, el que llevaba la escopeta. El hombre gritó

  una obscenidad y, justo cuando accionó el gatillo, ya le había quitado de la mano el
  objeto, como si apenas fuese un niño atolondrado. La línea de láser amarilla y radiante

  fue a dar contra la pared, abriendo un hueco del tamaño de una moneda. Los bordes

  de metal derretido empezaron a deslizarse en espesas líneas, dejándolo casi tapado otra
  vez. A través de él había podido verse a la gente ocupada con los juegos del casino y

  al peculiar grupo de jazz en la tarima. Claudia le dio un empujón en el pecho, el tipo

  salió disparado como una pelota, profiriendo un vomitivo gorgoreo. Cuando por fin

  cayó al suelo, allá a lo lejos, se veía como la mitad de su tamaño.
       Su compañero, con la boca abierta, y los dedos atenazados, no daba crédito a lo

  que acababa de suceder. Para cuando extendió un tembloroso brazo hacia su escopeta,

  ya  tenía  a  Knaach  encima.  Las  enormes  patas  del  felino  le  sacaron  el  aire  de  los

  pulmones. El león le dio un bofetón con el reverso de la pata y lo dejó inconsciente al
  instante.

       —Ahora sí la hemos armado buena, Claudia —suspiró, girándose para verla.

       Pero ella no decía nada.
       —¿Claudia? ¿Qué pasa? ¡Claudia! ¡Oh, dios! ¡El láser te tocó!

       La  ogro  se  sacudía  su  cadera  izquierda,  intentando  quitar  todas  las  cenizas  que

  habían quedado.

       —Solo me ha rozado —explicó—. No es nada.
       Knaach  apretó  los  dientes  cuando  la  ogro  dejó  de  sacudirse  la  cintura,  y  vio  la

  herida.

       La piel descubierta le había quedado de un color rojo oscuro, irritado.

       —No… No puede ser, por un maldito demonio —exclamó, viendo a su amiga a la
  cara, y luego al bultito de metal derretido que había quedado en la pared—. Deberías
   74   75   76   77   78   79   80   81   82   83   84