Page 90 - Luna de Plutón
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Con la mano, señaló al corazón de Gargajo.
De la punta óvala de su dedo empezó a formarse una burbuja transparente, casi
invisible, que solo era perceptible por su delineación y brillo blanco, como si fuera
cristal, creciendo hasta hacerse del tamaño de una pelota. A través de ella, se veían los
ojos del emperador como un amasijo de bolas superpuestas. La sonrisa del misterioso
individuo se ensanchó hasta cubrir la mitad de su cara, su frente pareció hacerse más
amplia a medida que sus cabellos se movían tirados hacia atrás, producto de todo el
enojo de la vacuidad del espacio. La burbuja salió eyectada de dedo, restallando y
titilando, perdiéndose en el abismo negro del esmoquin de Gargajo, del lado derecho,
donde tenía el corazón. Hubo unos breves segundos de silencio, las manos del regente
todavía estaban acompasadas arriba, con los dedos erizados en formas siniestras,
entregado en su frenesí por aplastar al intruso.
Claudia estaba paralizada. El torbellino de astillas arremolinándose y partiéndose
en pedazos contra los bordes del agujero lo abría cada vez más.
Escuchó un desgastado gemido gutural, a la vez que el emperador Gargajo perdía
resistencia en las muñecas de sus manos, girando, mientras dejaba caer sus brazos,
que se columpiaron a los lados de su cintura. El monstruoso cuerpo se sostenía en pie,
como una torre cuyos hombros y cabeza estaban a oscuras. Por momentos, Claudia se
había olvidado de la estruendosa alarma general de la nave, que hasta hacía rato estaba
martillando sus tímpanos. La niña subió la cabeza y abrió los ojos, viendo que aquella
esfera negra, llena de pantallas, subía y desaparecía de vuelta por el agujero que había
abierto, rumbo al cosmos.
Pronto, el panorama de visión de Claudia se tapó por completo y se transformó en
una odiosa negrura: la espalda del cuerpo del fallecido emperador Gargajo empezó a
precipitarse sobre ella. Iba a morir de las manos de su peor enemigo, después de todo.
—¡Claudia! ¡CLAUDIA!
Por más que el león gritaba, no obtenía respuesta; sabía que no la obtendría, pero
un impulso en el corazón le hacía desistir de prestar atención a lo evidente.
—¡CLAUDIA! ¡CLAUDIA!
El felino rasgó la alfombra hasta que sus pezuñas penetraron y rallaron el gélido
acero del suelo que estaba debajo, intentando en vano cruzar la puerta por donde